30 AÑOS PENSANDO EN LA MALDICIÓN DE LOS RECURSOS

En homenaje al artista plástico venezolano Carlos Cruz Diez 

Corría mayo de 1989 y las secuelas del “caracazo”, las manifestaciones y saqueos en contra de las medidas económicas iniciales del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez de febrero del mismo año, aún se hacían sentir con mucha fuerza en la política, la economía y las expectativas de todos los venezolanos. Todavía pasaría tiempo para que la situación política se normalizara un poco, pero estaba claro que era un hervidero de proyectos conspirativos, traiciones y componendas que buscaban defenestrar el gobierno de Pérez por vías inconstitucionales, salidas violentas que no auguraban sino escenarios llenos de incertidumbre y desorden. También faltaba tiempo para que se sintieran realmente los efectos buenos y malos del paquete de medidas económicas instrumentadas por un grupo de destacados profesionales, no solo economistas, que aceptaron cargos públicos para llevar a cabo las reformas estructurales necesarias para solventar los agudos desequilibrios macroeconómicos que atravesaba Venezuela y así poder relanzar la economía hacia una senda de crecimiento de largo plazo sostenido.

Ese mes de mayo me encontraba en Caracas en diligencias profesionales y tuve la oportunidad de asistir en la sede de la Corporación Andina de Fomento – CAF – a una conferencia con Kenichi Ohmae​, un consultor japonés de clase mundial que para esa época era uno de lo gurúes del mundo económico y empresarial más importantes. Ohmae dio una conferencia muy alineada con las ideas más o menos comunes, más o menos consensuadas entre especialistas, como las perfiladas en el famoso “Consenso de Washington”, acerca de las políticas correctas que deberían tomarse para que un país en vías de desarrollo, como Venezuela, su gobierno, trabajadores, empresas, instituciones, se insertaran en la senda del crecimiento económico que potencialmente auguraba el avance y la profundización del proceso de globalización, del cual un país podía sacar provecho si se orientaba a mantener estabilidad macroeconómica e impulsaba la competitividad internacional de sus empresas. Ohmae nos vino a decir: el futuro ya está aquí, pero ustedes ahora mismo aún no tienen los recursos para enfrentar ese futuro.

¿Y cómo se explica que un país rico en petróleo no tuviera los recursos para acometer la tarea de modernizarse y progresar? La respuesta de Kenichi Ohmae cabe en un párrafo de la transcripción de su conferencia en donde habla de la educación en Japón: “Nuestra educación primaria está llena de palabras que describen la razón de ser de una nación. Por ejemplo, al momento que usted comienza la escuela primaria los maestros le dicen que Japón no tiene recursos naturales, que es una isla mínima con 120 millones de habitantes. Y la única forma en que podemos sobrevivir es importando materias primas, añadiéndole valor, exportando, y el margen que obtengamos será el que nos permitirá adquirir alimentos. Cuando dejamos de trabajar no hay margen para importar y esto trae la hambruna. Ustedes van a pasar hambre, Japón no va a ser un país viable a menos que ustedes trabajen. Si usted pasa nueve años de su vida, de su proceso educativo inicial, oyendo este discurso, pues usted termina trabajando…y hemos trabajado”.

El análisis de Kenichi Ohmae ponía en el tapete una premisa acerca del desarrollo muy respaldada por aquellos días referida a que para alcanzarlo un país no tenía por qué estar dotado necesariamente de abundantes recursos naturales. Ante la falta de estos la estrategia de su gobierno, sus empresas e instituciones tenía que ser apostar por elevar los niveles de educación, dotar de capacidades y habilidades a su población, enfocarse en aumentar la cantidad y variedad de sus exportaciones de bienes y servicios, pues estas permiten aprovechar al máximo esas capacidades y habilidades, adoptar y adaptar efectivamente las tecnologías de punta e incrementar la inversión extranjera. De esta manera, más adelante la economía del país estaría preparada para generar innovación propia y empresas multinacionales propias. Era la posibilidad de no volver exitosa la economía lo que justificaba el tono alarmista del discurso educativo en la escuela primaria japonesa comentado por Ohmae.

Y no es que esté mal que el país cuente con abundantes recursos naturales, pero en una economía globalizada y altamente interdependiente puede que no sean suficientes o incluso, paradójicamente, se conviertan en un lastre para alcanzar el desarrollo. La abundancia de recursos es una bendición si se utilizan para apalancar un crecimiento económico basado en la mejora continua de la educación, de las capacidades y habilidades de los trabajadores, de la competitividad de las empresas. Los beneficios en mejora de la productividad y competitividad se traducirán en aumentos de ingresos que deslastran a la economía de su dependencia de la renta recibida por las exportaciones de sus materias primas. Pero estos recursos pueden resultar muy perjudiciales si los ingresos que generan se convierten en manos del Estado en un mecanismo populista y demagógico para su asignación y administración. Entonces ocurre que las demandas sociales son atendidas estableciendo subsidios indiscriminados de todo tipo y los grupos de poder condicionarán las instituciones políticas y económicas a su favor para obtener el mayor provecho posible mediante la captura de esos ingresos. Este condicionamiento deriva en políticas económicas deficientes y distorsionadas que provocan el estancamiento del crecimiento económico o incluso su hundimiento.

Ya he explicado suficiente este tema de la “maldición de los recursos” en otras entradas del blog, pero vale la pena comentar que antes de que se produjera una profusión de análisis y estudios al respecto, desde mediados de los años noventa, ya en Venezuela habían estudiosos que sin ponerle ese nombre visualizaban los grandes perjuicios sociales generados de obtener una renta petrolera que ha sido mal distribuida y sostén de políticas económicas erradas. Revisando un artículo mío de noviembre de 1992, publicado en la Revista Derecho y Reforma Agraria número 23, corroboré que en cierta forma la maldición de los recursos puede operar sobre cualquier recurso abundante que sea mal asignado y administrado.

En efecto, en ese artículo se avanza la hipótesis de que otros recursos como la tierra abundante puede convertirse en una rémora para el desarrollo si está mal distribuida, de una forma que no resuelve, por ejemplo, los problemas de derechos de propiedad. El otorgamiento de tierras por parte del Estado venezolano mediante la reforma agraria no supuso su tenencia como propiedad, tampoco derivó en la implementación efectiva de otras políticas de apoyo al sector agrícola diferentes a los subsidios. El resultado visible fue que a pesar que se avanzó bajo los diferentes gobiernos de la era democrática en cuanto a la producción agrícola, su desarrollo no se materializó de la manera competitiva que se esperaba, siguió sometida a los vaivenes de diferentes políticas económicas erradas o distorsionadas. Al final, lo digo allí, creada con el propósito de combatir el latifundio y desarrollar el campo, la reforma agraria terminó por convertir al Estado venezolano en el principal latifundista del país.

30 años después de aquella conferencia, el efecto de la maldición de los recursos sobre la economía venezolana parece confirmado con una economía que se ha reducido a la mitad, en tamaño del PIB, experimenta desequilibrios macroeconómicos agudos y tiene una muy alta tasa de pobreza. Esto ha sido el resultado de que en dos décadas de revolución bolivariana se haya socavado hasta niveles inauditos la inversión y la producción de la industria petrolera. También, en el caso de la tierra, las expropiaciones y las malas políticas hicieron sucumbir la inversión y la producción del campo venezolano. La explotación reciente de minerales como el oro, el coltán, los diamantes, se asoma de manera preocupante con las características del modelo extractivista practicado por algunos gobiernos africanos con los recursos naturales de sus respectivas naciones.

No cabe más sino augurar un tiempo político verdaderamente democrático, constructivo, donde se puedan superar las causas y consecuencias  de la maldición de los recursos. Una sugerencia es que la misma se combata desde la educación primaria, incluso con el tono alarmista de la conferencia de Kenichi Ohmae. Quizás así dentro de 30 años un joven profesional venezolano en su discurso de graduación pueda expresar algo como esto: Cuando estaba en la escuela, los maestros nos decían que el rentismo petrolero se había acabado y aunque se tenía petróleo en abundancia y se recuperó su producción, la renta se administraba de manera diferente, evitando que grupos aventajados o corruptos la capturaran para su beneficio privado. Se acabaron los subsidios y las familias recibían transferencias condicionadas de dinero si llevaban a sus niños a la escuela y a vacunarse. Los jóvenes solo tenían becas de estudio si eran excelentes estudiantes. La renta se invertía en educación, salud, servicios, infraestructura. Nos decían que debíamos estudiar mucho, prepararnos y luego trabajar duro. Si no hacíamos esto el país sufriría calamidades similares a las de las dos primeras décadas del siglo XXI, cuando la gente sufrió represión de sus libertades, hambre, epidemias y cuatro millones de compatriotas emigraron. Se nos decía que debíamos seguir los consejos del gran artista plástico venezolano Carlos Cruz Diez, dirigidos en una carta a la juventud de nuestro país de abril de 2017 donde señalaba: “Les ha tocado vivir una época extraordinaria porque todo está obsoleto y hay que inventarlo de nuevo, hay que inventar un nuevo lenguaje político que hable de democracia, de valores éticos, de libertad, progreso y justicia social, hay que inventar la educación y crear un país de emprendedores, artistas e inventores, un país digno y soberano en el contexto global, en fin, en Venezuela hay que inventarlo todo ¡Qué maravilla!”. Esto nos decían y hemos trabajado sin descanso por tal propósito y lo hemos logrado.

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