GUATEMALA Y LA REDISTRIBUCIÓN SOCIAL

Dedicado a mis amigos guatemaltecos, especialmente a Mónika Caballeros y Enrique Maldonado.

Guatemala es uno de los países más hermosos y fascinantes que he conocido. Estar en sitios como Antigua, una ciudad colonial aledaña al imponente volcán de agua y en Tikal, donde se encuentran algunas de los monumentos que levantó la espectacular civilización Maya, han sido experiencias extraordinarias en mi vida. Guatemala es la cuna del gran escritor y Nobel de Literatura Miguel Ángel Asturias y de uno de mis escritores favoritos: Augusto Monterroso. Sobre un cuento de Monterroso llamado El dinosaurio, considerado uno de los más cortos en lengua castellana, vuelvo a cavilar de tiempo en tiempo y lo puedo reproducir aquí: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Guatemala es un país de gente amable con un sentido optimista de la vida que me es difícil describir. Tengo entrañables amigos allí y estoy muy pendiente de lo que le sucede políticamente y de sus posibilidades de desarrollo.

Dominado por una élite política y económica muy conservadora, enquistada en el poder desde el siglo XIX, Guatemala experimentó en la primera mitad del siglo XX las arbitrariedades de la transnacional bananera United Fruit Company y del gobierno de Estados Unidos. Esta compañía hizo alianzas y negociaciones con la élite a espaldas de las necesidades y aspiraciones de la gran mayoría de la población guatemalteca. El general Jorge Ubico, un dictador que gobernó el país centroamericano de 1931 a 1944, aprobó leyes muy ventajosas para esta compañía. Una le garantizaba ser propietaria de la mayor parte de la tierra cultivable, aunque mantuviera un alto porcentaje de esta sin cultivar, otra obligaba a los indígenas a ser sus trabajadores. Además, la bananera se las arregló para no pagar muchos impuestos al gobierno por sus posesiones. Ubico finalmente fue derrocado y se sucedieron dos gobiernos democráticos de corte progresista, el de Juan José Arévalo, de 1945 a 1951, quien entregó al poder a Jacobo Árbenz, que inicia como presidente una reforma agraria tendiente a comprar la tierra de la United Fruit Company para asignarla a los campesinos que pudieran cultivarla. La transnacional se opuso y presionó al gobierno de los Estados Unidos para que tomara medidas. Dwight Eisenhower tomó unas nefastas acciones al respecto y, con la intervención activa de la CIA, Árbenz fue señalado de comunista y derrocado mediante un golpe de Estado en 1954. En 1960 comenzó una guerra civil que duró hasta mediados de los años noventa. Los efectos colaterales de este conflicto y de la debilidad institucional aún planean por sobre la política y la economía guatemalteca.

Guatemala es un país en el que la pobreza alcanza a alrededor del 60% de su población, que ha sufrido y sufre todo tipo de carencias, cuyas consecuencias van desde la desnutrición observable en casi la mitad de sus niños menores de cinco años, bajos niveles de educación y falta de oportunidades y de empoderamiento político y social. Actualmente Guatemala vive en democracia, pero con su sempiterna élite conservadora controlando los hilos del poder y los más importantes recursos económicos, manteniendo al país en su atávico alto nivel de desigualdad social. Recientemente se celebraron elecciones presidenciales signadas por una alta abstención. Muchos guatemaltecos no parecen abrigar esperanzas que la situación económica y política cambiará con el nuevo gobierno. El nuevo presidente, de tendencia derechista, parece representar una continuidad y no una ruptura propiciadora de las reformas políticas y económicas que necesita urgentemente la nación centroamericana.

Algunos sostienen que solo con una reforma afincada en la redistribución de los recursos y activos sociales, como la que intentó realizar Jacobo Árbenz, se podrá orientar al país hacia un desarrollo inclusivo y sostenible. No obstante, solo redistribuir recursos no transformaría significativamente la situación si no va acompañado de un cambio institucional relevante. Las investigaciones sobre el papel de las instituciones en el desempeño económico, entendiéndolas en un sentido amplio: leyes, reglas, normas formales e informales, que vuelven más eficientes las actividades económicas, llevadas a cabo en primer lugar por el Nobel de Economía Douglas North y continuadas por economistas como Daron Acemoglu y James Robinson, han dejado en claro que los cambios institucionales generalmente anteceden o van paralelos a los cambios económicos que impulsan a una nación hacia el crecimiento de largo plazo sostenido. Esto ocurre así porque si no se producen cambios institucionales, por ejemplo reformas que aseguren derechos de propiedad, garanticen un sistema de justicia independiente, propicien instituciones económicas autónomas, en especial los bancos centrales, y fomenten una adecuada separación de poderes entre el ejecutivo, el parlamento y el poder judicial, donde cada uno sirva de contrapeso al otro, las posibilidades de lograr el desarrollo económico se ven seriamente limitadas. Por lo demás, una buena calidad institucional es necesaria para que también lo sea la calidad de las políticas públicas y su efectividad. Una redistribución de activos sociales que no se registre en medio de un crecimiento económico sostenido fracasaría.

La historia nos da abundantes ejemplos de gobiernos que llegados al poder implementaron una redistribución de lo producido, de las rentas o de activos sociales sin realizar las necesarias reformas institucionales que propiciaran cambios relevantes en la economía. En la mayoría de los casos la redistribución terminó por ser un mecanismo donde el Estado se apropió de los recursos públicos y de las instituciones públicas, capturándolas para sus fines, administrando los recursos con un nivel de ineficiencia y de corrupción tal que al cabo de unos pocos años la economía se volvió inviable o incluso colapsó. El caso más reciente en América Latina  de una  redistribución fracasada es la que por espacio de dos décadas se ha cumplimentado en Venezuela con su “socialismo del siglo XXI”.

En los cambios institucionales que propenden a igualar las oportunidades de la mayoría de la población para participar en las actividades económicas, empoderarlas de los recursos necesarios para generar el desarrollo inclusivo y sostenido, el Estado tiene el principal papel activo pero también es importante la participación del  sector privado y de la propia población. Lamentablemente, en América Latina los cambios institucionales han sido difíciles de promover e impulsar efectivamente porque las instituciones son moldeadas de acuerdo a los intereses políticos y económicos de los grupos de poder, muy poco interesados en propiciar reformas que los haría perder privilegios y ventajas. Esta es una situación que debe combatirse abiertamente, pues de lo contrario países como Guatemala, Venezuela y otras naciones latinoamericanas con serias derivas políticas y económicas, corren el riesgo de permanecer estancadas o, peor aún, estancarse permanentemente. Les pasaría como el dinosaurio de Monterroso, que todavía sigue allí.

Esta entrada fue publicada en Sin categoría. Guarda el enlace permanente.