LOS PELIGROS DE ENGANCHARSE A UNA IDEOLOGÍA

Conversaba de economía y política con un amigo identificado como “libertario”, alguien que cree en las bondades absolutas del libre mercado y de la libertad económica y política como las únicas catapultas efectivas para el progreso de la sociedad. Uno de los puntos de defensa de los libertarios es que la desigualdad económica no es mala per se, pues en la medida que existan individuos superlativos en acumular riquezas, se beneficiará la sociedad entera y surgirán muchos imitadores de éstos, asegurandose así el bienestar general. En medio de la tertulia le mencioné el famoso párrafo de “Rebelión en la Granja” de George Orwell, aquel donde el burro Benjamín finalmente entiende de qué trata eso del socialismo, vendido como la gran maravilla por los cerdos, convertidos de pronto en los opulentos de la granja. Benjamín lee, decepcionado, el único mandamiento que ha quedado rigiendo el socialismo de los animales: “Todos los animales son iguales…pero algunos son más iguales que otros”. El amigo libertario no sabe quién es Orwell, aunque su distópica novela “1984” ha cobrado popularidad repentina tras la presidencia de Donald Trump.  Con la cita orwelliana quería argumentar que el libertarianismo también esconde una trampa: Todas las personas son desiguales, pero unas son más desiguales que otras. [1]

Luego de esta discusión he reflexionado sobre lo paradójico que resulta el parecido entre muchos comunistas y socialistas con los libertarios y neoconservadores; parecido que se basa en la aceptación por ambos de escritos e ideas en los que creen como una suerte de dogma, de verdades incontrovertibles, como si toda la realidad sobre la sociedad, la política y la economía se redujera a las páginas del “Manifiesto Comunista” o, por contra, de la novela de Ayn Rand “El Manantial”. Engancharse a una ideología como si fuera una religión, como si se hubiera recibido de una vez y para siempre una revelación divina, se vuelve peligroso. Una razón es que generalmente quien cede ante cualquiera de ellas, sea de izquierda o de derecha, se priva de explorar otras ideas y posturas que pueden enriquecer o incluso cuestionar las propias. El gran intelectual liberal que fue Isaiah Berlin, autor de unas de las biografías más interesantes sobre Marx, advertía que se le hace un gran daño al liberalismo cuando no se aceptan las opiniones divergentes, cuando no se admite que los adversarios pueden tener razón, pues entonces el sistema ideológico se convierte en una prisión, produce ceguera. [2] Pienso que pasa igual con el marxismo, el cual se anquilosa y se vuelve un sistema de ideas bastante inútil en la medida que sus exponentes se ponen unas gríngolas que los hace incapaces de reconocer puntos de vista diferentes y nutrirse de otras perspectivas.

En este sentido, para solo referirnos al campo de la economía, se podría afirmar que la ideología ha obnubilado el entendimiento de economistas prestigiosos de ayer y de hoy, que no obstante sus aportes a la teoría económica, echaron mano de su ideología para apoyar algunos de sus argumentos sobre economía y política. Un caso sobresaliente al respecto lo constituye sin duda Milton Friedman, quien por décadas sostuvo una visión extrema en defensa del libre mercado, la desregulación y la no intervención del Estado. En “Who Was Milton Friedman?” publicado en The New York Review of Books, en febrero de 2007, Paul Krugman señala que existe una diferencia importante entre el rigor de su obra como teórico de la economía y la lógica más flexible y a veces cuestionable con la que debatía en la arena pública. Subraya que el absolutismo liberal de Friedman, de fe en los mercados y desdén por el sector público, a menudo se imponía por sobre los datos objetivos y su evangelio libertario era tan drástico que en ocasiones rozaba el anarquismo. [3]

Por otra parte, existen innumerables ejemplos de políticas instrumentadas por ideólogos allegados al poder que terminaron en rotundos fracasos. La razón primera de la debacle de esas políticas se debió a que privilegiaron medidas que reflejaban casi con exclusividad sus cerrados principios, su manera unidimensional de entender la realidad económica y social. Solo hay que echar un vistazo al fracaso de las políticas de los socialistas cubanos desde los años sesenta, de los monetaristas chilenos en los años finales de los setenta, a las implementadas por ministros de economía y finanzas neoliberales en varios países de América Latina en los años ochenta y noventa, para caer en cuenta del alto costo social que esas políticas, marcadas por prejuicios ideológicos, produjeron. Por lo demás, el experimento fallido del socialismo del siglo XXI del gobierno venezolano, basado en políticas altamente sesgadas ideológicamente, causantes de tremendas distorsiones económicas y de mayor pobreza de la que pretendía combatir, son una prueba reciente y dolorosa del enorme perjuicio social generado por gobiernos adeptos, que se vuelven adictos, a una determinada ideología.

En términos pragmáticos, los países que más prosperan son aquellos cuyos gobernantes no asumen explícitamente ninguna ideología en la aplicación de políticas, sino los que utilizan varios enfoques de una manera ecléctica, condicionados al entorno prevaleciente y las capacidades institucionales existentes. Al respecto, es curioso que las ideas del gran economista argentino Raúl Prebish, tan denostadas durante los años dominados por la ideología neoliberal en América Latina, fueron en la misma época de mucha utilidad para los gobiernos asiáticos, quienes aplicaron algunas de sus recetas sobre desarrollo económico con muy buenos resultados en sus respectivos países, lo cual ha quedado documentado en diversos artículos académicos, como en el de Alicia Amsden: “La sustitución de importaciones en las industrias de alta tecnología: Prebisch renace en Asia”, publicado en la Revista de la CEPAL N° 82, de abril del 2004. [4]

Aferrase a una determinada ideología, mucho más ahora que éstas se contaminan rápidamente de populismo y posverdad, descartándose otras visiones, otras perspectivas, resulta peligroso porque limita la capacidad de mantener el sentido crítico frente a la realidad, y, en términos de instrumentación de políticas, restringe fatalmente el campo de las alternativas disponibles y las posibles soluciones a los acuciantes problemas económicos y sociales. La solución de dichos problemas requiere de una gran experticia técnica y conocimiento de quienes toman decisiones públicas, pero también exige que tengan la suficiente honradez y humildad para reconocer que si el mundo no funciona como su modelo ideológico, el problema no es el mundo, es la ideología, de la que se volvieron adictos.

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[1] Disertar bien o mal de la desigualdad o, para el caso, también acerca de la libertad, no es un asunto determinado exclusivamente por preferencias ideológicas. Harari Yuval Noah, en su extraordinario libro “De Animales a Dioses. Una breve historia de la humanidad” (Debate, 2014), señala que en todos los diferentes órdenes sociales, con sus leyes y constituciones, se consagra algún tipo de jerarquía entre pobres, ricos, grupos étnicos o por género, generalmente como resultado de la particular visión de la naturaleza humana que tengan las élites o quienes elaboran las leyes. Argumenta, por ejemplo, que para la mayoría de los americanos de la época de la independencia de los Estados Unidos, la desigualdad de riqueza no suponía un problema social o ético, pues de lo que se trataba era de crear un orden donde ricos y pobres fueran iguales ante la ley.

[2] Las afirmaciones de Isaiah Berlin son producto de una entrevista que le hiciera el periodista francés Guy Sorman para su libro “Los verdaderos pensadores de nuestro tiempo” (Seix Barral, 1991).

[3] Al artículo se puede acceder desde el siguiente enlace: http://www.nybooks.com/articles/2007/02/15/who-was-milton-friedman/

[4] Al artículo se puede acceder desde el siguiente enlace: http://www.cepal.org/publicaciones/xml/9/19409/lcg2220e-amsden.pdf

 

 

 

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