PARA HACER UNA CATEDRAL

En 1987, hace ya treinta años, Arturo Uslar Pietri escribió en su columna “Pizarrón” del diario El Nacional, un artículo llamado “Para hacer una catedral”. Desde aquella época nunca volví a leerlo, pero, como escribió Mario Benedetti, el olvido está lleno de memoria y es el caso que lo he vuelto a recordar vivamente. Creo que aprehendí suficientemente bien la idea que trasmite como para expresarla. Uslar Pietri hacía mención al enorme esfuerzo y trabajo mancomunado que supuso la construcción de las hermosas catedrales medievales europeas, una labor que involucró a gentes variopintas de feudos, reinos y de las incipientes ciudades. Sumó a una gran cantidad de campesinos, siervos de la gleba, artesanos, maestros de obra, arquitectos (maestros de obra con algunos conocimientos excepcionales), órdenes eclesiásticas, autoridades regias y de la Iglesia. Construir una catedral exigía muchos recursos materiales y dedicar miles de horas de trabajo, por lo cual en la mayoría de ellas se invirtieron muchos años, viéndose además afectadas por las contingencias de la guerra, las epidemias y otros desastres que diezmaban los recursos y los brazos para la tarea. Hace algunos años, cuando leí la novela “Los pilares de la Tierra” de Ken Follett, pude advertir algunas de las dificultades que enfrentó la construcción de esas bellas moles de piedra y vidrio.

Sin embargo, la intención de Uslar Pietri al escribir el artículo no tenía que ver tanto con describir los pormenores de la construcción de las catedrales, sino con la motivación que movió a masas de gente, la mayoría pobres, desarrapadas e ignorantes, a sumarse a una tarea gigantesca que sobrepasaba los límites de su entendimiento y de su esfuerzo. Como se sabe, el ímpetu provino alrededor de la idea de que, por tristes y miserables que fueran sus vidas, estaban participando en una obra monumental que exaltaba la gloria eterna de Dios, permitiéndoles recibir indulgencias y ganar la salvación. Esta voluntad inquebrantable de materializar el reino de Dios en la Tierra, mediante la construcción de una morada que le hiciera honor, prendió de una manera que aun suscita asombro entre los estudiosos de la época medieval.

Uslar Pietri extrae como lección de esta tarea asombrosa, que cualquier esfuerzo humano colectivo, exigente en cuanto a cooperación y compromiso, cualquier proyecto de construcción de una obra, una ciudad o incluso un país, debe ser atractivo en su motivación y estímulo como para convocar y sumar la mayor cantidad posible de voluntades para el esfuerzo y la consecución de los recursos que se necesitarán para materializarlo. Debe estar bien anclado en las mentes de la gente como una idea promisoria que traerá satisfacción, bienestar y felicidad. Debe ser lo suficientemente firme y sostenible para enfrentar las contingencias y eventos impredecibles que inevitablemente se presentarán.

He recordado el artículo de Uslar Pietri por dos razones. Primero, porque cada día se hace más patente que el trabajo cooperativo y mancomunado, generador de un alto nivel de compromiso colectivo, con el propósito de reunir medios para obtener fines que superan con mucho la suma de los esfuerzos individuales, es la clave para el buen desempeño o el éxito de una empresa, un organismo público, un proyecto científico, un centro de innovación tecnológica, una universidad, una ciudad inteligente y, en general, para cualquier tarea basada en motivaciones, reunión de voluntades y sinergias.

La segunda razón remite al caso venezolano y llama a una exigencia, un deber. Buena parte de los factores característicos detrás de su éxito,  faltaron o fallaron en los proyectos de país emprendidos en las últimas décadas por los gobiernos de Venezuela. Se puede corroborar en los hechos que dichos proyectos no reunieron las condiciones necesarias y suficientes para convertirnos en una nación productiva, con un desarrollo sostenible, generador de bienestar para la mayoría. Se podría aducir que el juicio se hace sobre muy corto tiempo y, como se señaló, hasta las catedrales llevaron muchos años de construcción. Pero los años de vigencia de los proyectos de país no han sido el problema de fondo. La verdadera cuestión es que no fueron pensados para lograr una cooperación efectiva, nunca concitaron el concurso de todos los venezolanos.

Tomemos el caso del último proyecto de país, el de la revolución bolivariana. Este nació y se desplegó marginando a una buena parte de los recursos, capacidades y potencialidades existentes. Se quedó corto en conjuntar esfuerzos y motivar a la mayoría de la gente para hacerla cooperar y comprometerse en objetivos de largo plazo, hacia metas de bienestar plenamente compartidas.  Como resultado de la estrechez de miras en los medios y los fines con el que se planteó, el proyecto revolucionario impuesto se deterioró muy rápido y está prácticamente agotado.

Viene a colación, a propósito del sentido y la duración de un proyecto de país, un párrafo de “Los Miserables” donde Víctor Hugo señala que una casa de cien años es vieja, pero una catedral de cien años es joven. Es como si el alojamiento del hombre participara de su brevedad y el de Dios de su eternidad. Los venezolanos tenemos la exigencia y el deber de hacer un proyecto de país pensado para el largo plazo, uno que dentro de cien años sea joven todavía para los sueños de las generaciones por venir. Un proyecto que se construya sumando todas las voluntades y concite la misma motivación y entusiasmo que se necesitaron para hacer una catedral.

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