DOS PESADAS MALETAS

Si me diera por contar mi vida diría que ella me dejó y eso es lo único que importa decir. Cuando lo hizo, las dos pesadas maletas que aguardaban en la puerta me revelaron enseguida que mi soledad sería infinita. Desde entonces me levanto con el alba y un goteo incesante de minutos irremediables me va sepultando lentamente, hasta que piadosamente vuelve a caer la noche y me duermo arropado en sueños extraños.

En verdad yo la amaba como un condenado irredento, condenado porque, como escribió aquella poetisa mexicana de la época de la Colonia, de nada vale librar brazos y pechos si nos labra prisión una fantasía. Irredento porque amar de manera tan altiva no tiene perdón del cielo. Es sabido que los ángeles no perdonan el amor que envidian. Ella no me amaba, aunque me quería, en definitiva querer es un asunto de costumbre, de apego a maneras y manías, pero no vale nada comparado al amor. Me daba perfecta cuenta de eso. Al principio caí en el engaño fácil de creer que solo con mi amor nos bastaba a los dos, pero desesperado pedía que el universo conspirara.

Y el universo conspiró. Ella se enamoró. Puedo rememorar sus gestos, su cuidadoso arreglo, su mirada suspicaz en el bar de copas que solíamos frecuentar. También recuerdo la malhadada tarde que me lo confesó. Me dejaba y sus palabras terminaron por desvanecer, como un castillo de arena, aquello que en su momento fue para mí lo más parecido al paraíso. Enajenado ante las ruinas hirientes del paso de semejante tormenta, creí solo había una manera de sobrellevar el desamor.

Por eso vine a habitar esta casa lejos de la ciudad, cerca del mar, en este pueblo costero. De eso hace justo un año. Aquí no salgo a ninguna parte y me las he arreglado para evitar a la gente, solo abro la puerta para recibir de un mensajero del abasto los víveres que ordeno. Fue una suerte que la casa estuviera amueblada; aunque no es de mi estilo, da lo mismo que sea así. Al principio miraba el mar desde la ventana y la abría para sentir la brisa fresca, pero al cabo de un tiempo la sellé y cubrí con una sábana oscura. Ya no miré más.

Y es que aquí no vine a hacer una nueva vida. Junto a la melancolía, mi soledad comienza a abrumarme. Ahora bebo licor por las tardes hasta embriagarme. Cuando estoy ebrio, me cruza el único pensamiento que sostiene mi desolación, me asalta el deseo de desenterrar las dos pesadas maletas donde ella duerme para siempre.

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