LA ECUACIÓN DE LA VIDA

“El combate espiritual es tan brutal como la batalla de los hombres.”

Arthur Rimbaud

El reciente fallecimiento de mi padre, el pasado 26 de diciembre de 2020, día muy cercano al de los inocentes, fecha que desde el 2007 mis recuerdos evocan muy sentidamente la partida de mi madre, me ha hecho pensar en lo que es ahora mi orfandad absoluta, una que me dice que la muerte siempre es y será consustancial a la vida. En el libro que forma parte de sus memorias llamado Una muerte muy dulce, Simone de Beauvoir reflexiona precisamente sobre la agonía y muerte por una enfermedad terminal de su madre, asintiendo que: “Es inútil pretender integrar la muerte a la vida y conducirse de manera racional frente a algo que no lo es: que cada uno se las arregle a su manera en la confusión de sus sentimientos”. Y un poco confundido como estoy frente a mi orfandad, solo logro esbozar que debo arrear con el dilema existencial particularísimo que significa para mí. Aproximándome al asunto de los dilemas existenciales recordé que conversando con una amiga me dijo que su pareja ideal era alguien que no los tuviera. En respuesta, le sugerí que fuera a buscarla al cementerio, porque la única manera de no tenerlos es no estar vivo.

Como aún respiro y sueño, se me ocurrió escribir unas líneas sobre los dilemas existenciales, pero apenas comencé a elucubrar sobre ello constato que me topo con un muro casi infranqueable. Se han escrito tan buenos libros sicoanalíticos, filosóficos, literarios al respecto que mis líneas quedarían muy al margen de la profundidad exigida por el tema. Entonces opté por darle un giro a la cuestión, enfocándome más bien en los problemas que se pasean por nuestras vidas, algunos de los cuales a veces nos desbordan y se vuelven ellos mismos verdaderos dilemas existenciales. Y en ese tono más ligero es que escribo lo que sigue.

Con el pasar del tiempo en nuestra vida, uno va cayendo en cuenta que somos en parte el resultado de problemas que fuimos resolviendo, problemas que resolvimos satisfactoriamente, mientras que también en parte somos el resultado de problemas que intentamos resolver y no pudimos, que nunca resolvimos o solo lo logramos a medias, por lo cual el problema persistió, quedó latente, solo que, como si fuese un bote de goma a punto de zozobrar en el mar, el problema se intentó tapar con parches, reflejo de la autocomplacencia, el autoengaño, las justificaciones o excusas con que lo encubrimos. Por otro lado, más a menudo de lo que se supone, se sufren problemas de los que no se toma conciencia nunca, problemas que, teniéndolos, se pasa de largo de ellos porque no los vemos, no los percibimos y, por tanto, es como si no existieran en nuestras vidas, aunque nos afecten perturbadoramente a nosotros y a quienes nos rodean.

A los problemas resueltos y a los irresolutos los podemos colocar a ambos lados de lo que podríamos llamar, un poco pomposamente, la ecuación de la vida. Al comparar ambas partes de la ecuación podríamos poner el signo “mayor que” en una de ellas (convirtiéndose así en una inecuación). Qué parte se impone sobre otra es un asunto complicado de sopesar, de valorar, porque depende tanto de nuestra voluntad, carácter, inteligencia, así como de nuestras experiencias vividas. También depende de la suerte, aunque soberbiamente nos neguemos a aceptar que nos topamos todo el tiempo con la buena o la mala suerte. Siendo azarosa, la suerte tanto nos puede resolver un problema así como causar otro, aunque pensemos que Dios no juega a los dados. La  ecuación de la vida es, naturalmente, dinámica, cambia sus factores y sus valores con el tiempo, cambiando también la percepción y el peso específico que le damos a nuestros problemas. Algunos problemas comienzan con un desarreglo que se logra ordenar, luego, por diversas razones, se puede volver a desordenar y allí ya estamos enfrentando es un problema dialéctico o, según el caso, gatopardiano, de esos donde cambia todo para que al final no cambie nada. Y el asunto se vuelve más complejo si entendemos que no necesariamente el todo es igual a la suma de las partes en la ecuación de la vida, pues intuimos de sobra que en ella no siempre dos más dos son cuatro.

Y así vamos, como unos matemáticos inexpertos y un poco desorientados, pero creativos e ingeniosos, satisfechos y felices por lo que nos aportan los problemas resueltos, pero también pidiendo anhelantes al cielo que los problemas que nunca resolvimos o no podemos resolver dañen tanto el valor final de la ecuación de la vida que la hagan insufrible o irreparable.

 

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