LA HISTORIA CONVERTIDA EN UNA PROMESA FALLIDA

En el libro “Animal spirits” (Princeton University Press, 2009), sus autores, los Nobel de Economía George Akerlof y Robert Shiller, cuentan que José López Portillo, presidente de México durante el periodo 1976-1982, escribió una novela en 1965 llamada “Quetzacóatl”, que relata el regreso triunfal del dios azteca al rescate del orgullo mexicano, para proteger a los débiles y derrotar a los poderosos; en una palabra, a iniciar una nueva era de progreso y prosperidad para los mexicanos.

Convenientemente re-editada para la época de las elecciones presidenciales, López Portillo utilizó esa narrativa para apuntar que él era el hombre indicado para liderar los cambios económicos y sociales que necesitaba México. Su programa electoral no era otra cosa que el relato proyectado de cómo se cumpliría la profecía de su novela. Ya siendo presidente, López Portillo contó con el favor de dos sucesos providenciales. Uno fue el descubrimiento de nuevas y aparentemente enormes reservas de petróleo en México y el otro el aumento sustancial de su precio internacional desde 1979, lo cual le permitieron a su gobierno obtener abundantes ingresos fiscales que se tradujeron en un crecimiento económico relevante. La profecía parecía entonces citarse con el futuro, pues durante los seis años de su gobierno el PIB mexicano se incrementó en un notable 55%.

No obstante, hacia el final del periodo la economía entró en una espiral inflacionaria que la disparó hasta el 100%, el desempleo se incrementó vertiginosamente y la corrupción se volvió endémica. Simultáneamente, el gobierno de López Portillo contrajo una cuantiosa deuda externa, teniendo como colateral la potencial riqueza petrolera reflejada en las reservas del subsuelo, aunque posteriormente se corroboraría que éstas eran muy inferiores a las proyectadas inicialmente. En realidad, el éxito transitorio ya incubaba los problemas que se manifestaron en agudos desequilibrios macroeconómicos, provocando la crisis de la deuda externa de los años de 1980, lo cual marcó para la economía mexicana una década perdida.

Más allá de lo económico, el gobierno de López Portillo también fue uno de excesos y extravagancias. Uno que inmoralmente arregló que en su visita a México Juan Pablo II oficiara una misa privada para la madre del presidente. Uno impregnado de un poder casi absoluto, como correspondía gobernar en la “dictadura perfecta” de los gobiernos del PRI. Un gobierno que representó un auge y una caída que dejó a la nación mexicana con sus mismos o incluso agravados problemas económicos y sociales. Una historia convertida en una promesa fallida.

La fascinación por el relato fundacional o legitimador, la narrativa heroica, el discurso incendiario, es muy propio de la cultura, o más bien incultura, política en América Latina. En los procesos políticos latinoamericanos, democráticos o no, que un aspirante a gobernar hable bien y prometa mucho, aunque ese hablar bien y ese prometer no signifique otra cosa que decirle al “pueblo”, lo que él y su grupo entienden este quiere escuchar, a menudo ha sido muy rendidor políticamente, mucho más que apuntar las causas verdaderas de los problemas y asomar soluciones reales y factibles, por complejas y difíciles que pueda resultar implementarlas. Vender prosperidad reivindicando la retórica como si fuera la realidad misma es reflejo del infantilismo político, de derecha o de izquierda, que aún abunda por estas latitudes.

Una muestra reciente de esa retórica ha sido el discurso de toma de posesión de Manuel López Obrador como nuevo presidente de México. Un discurso efectista, plagado de promesas recicladas: eliminar la pobreza, combatir la corrupción, crear empleos, no endeudar al Estado, reducir la violencia. Lo criticable no es que el discurso haya apuntado a denunciar los problemas económicos y sociales de México, ni que López Obrador quiera desde el primer momento marcar distancia con sus antecesores en su forma de gobernar y en sus propósitos de gobierno. Todo esto es válido y legítimo. Lo cuestionable es que el discurso de la “cuarta transformación” de México, como lo han llamado, de carácter eminentemente popular y desafiante del statu quo, ha generado unas expectativas que son demasiado ambiciosas, dadas las restricciones que siempre imponen el escenario político y económico global y la oposición que en el plano nacional enfrentará de parte del poder económico. Esto es frustrante porque al final, como tantas veces ha sucedido, se antepone la “fuerza” del discurso por sobre las acciones y los resultados concretos. López Obrador y su gobierno harían bien en priorizar que sean sus acciones las que demuestren la coherencia entre las promesas y los resultados evaluables y medibles. Y no se trata de apostar por el fracaso de este proyecto, ojalá este no sea el caso y las acciones del nuevo gobierno se materialicen en progreso para la querida nación mexicana.

Escribo sobre esto y voy recreando en mi memoria y haciendo comparaciones con una historia de poder más próxima a mi experiencia vital. Una historia igualmente cargada de retórica sobre progreso y justicia social. La de un proyecto político apoyado por grupos  e intelectuales de izquierda a nivel continental y liderado por  unos militares imantados de los sueños justicieros de los héroes de la independencia, de los que ellos por cierto se sienten sus únicos herederos. Un proyecto que desde sus inicios en el poder se embardunó de populismo, demagogia, autoritarismo y corrupción. Una cuyo líder hipnotizó a las masas irredentas con su discurso incendiario, radical, divisionista, del que se puede decir los polvos de sus acciones y ejecutorias trajo estos lodos económicos y sociales actuales. Otro caso, si se quiere más triste y dramático, de historia convertida en una promesa fallida.

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