PONGAMOS QUE HABLO DEL MADRID (Y DE MÍ)

“La pelota con la que de niño jugaba, aún no ha caído al suelo” Dylan Thomas.

El triunfo del Real Madrid en la Liga Española, donde ha salido campeón, me trajo a la memoria la primera vez que lo vi jugar en el Santiago Bernabeu en el verano del 2004. Recordé que al ingresar al imponente estadio y ver el campo tuve una sensación como si hubiera entrado al cielo, me temblaron las piernas y a punto estuve de echarme a llorar si acaso no lo hice. Una vez de vuelta en el piso donde me alojaba, cerca de la plaza de las ventas, en medio de la emoción que todavía me embargaba de haber visto jugar al “equipo galáctico” escribí unas notas que dejaban constancia de ese hecho memorable. Las llamé “Pongamos que hablo del Madrid”, haciendo un juego de palabras con el nombre de la canción que Joaquín Sabina compuso a la capital de España. Un texto que era un torrente de sentimientos encontrados, que acusaban la nostalgia  por el chico humilde y sencillo que alguna vez fui.

Y es que esas notas tomaron el derrotero de recordar lo que de niño y adolescente era mi emoción mayor cada domingo, ver jugar en el estadio Guillermo Soto Rosa al equipo de mis amores: Estudiantes de Mérida F.C. Había mucha magia en ese espectáculo que nos brindaba nuestro modesto equipo. Sus jugadores eran nuestras estrellas, en una ciudad que por aquellos años de los setenta del siglo pasado hacía del fútbol su pasión, al contrario de todo un país, entregado al beisbol como a una religión.

La nostalgia se acrecentó al recordar que cuando no asistía acompañado con mi primo y mis tíos al estadio, esto suponía esperar que un padre no fuera ese día con su hijo, entonces le rogaba accediera a ingresarme, pues invariablemente los niños no pagaban la entrada en las gradas populares si estaban acompañados de sus progenitores. Por unos momentos mi padre de ese día se prestaba al juego de regalarme esa alegría, de poder gritar los goles de mi equipo y celebrar sus triunfos. El caso es que de alguna manera íntima yo llevaba el juego más lejos, jugaba a no atravesar el desierto del final de mi niñez y comienzo de mi adolescencia sin esa mano protectora, comprensiva, que es lo común. La relación con el padre es una que marca especialmente esa etapa de la vida y en realidad, para decirlo de una vez, marca indeleblemente el resto de nuestra vida.

Como es sabido, casi desde los albores de la historia se han escrito ríos de tinta, de páginas buenas y malas sobre la particular figura del padre, desde la dimensión del mito o de la realidad palpable, de manera sutil o directa, de forma compleja o sencilla, edípica o existencialista. Y todo ello tomando en cuenta que el padre puede ser una figura presente o ausente, una figura presente pero ausente e incluso, paradójicamente, ausente pero presente.

Estas notas en particular son tributarias del recuerdo de ese texto, pero también de la coincidencia de haber leído por estos días la novela La invención de la soledad (Booket, 2012), del escritor estadounidense Paul Auster, publicada originalmente en 1982. Se trata de una novela autobiográfica donde resalta precisamente la compleja relación que sostuvo con su padre. En la segunda parte de la novela, llamada “Libro de la memoria”, Auster trae a colación un juego emocional alambicado, pero de un sentido similar al que yo imaginaba desde niño respecto a la figura paterna. En su primera visita a París, siendo un joven de 18 años, entabla amistad con un hombre mayor, un músico ruso excéntrico de la misma edad de su progenitor. A partir de este encuentro rememora que: “S. satisfacía la necesidad de padre de A. merced a una curiosa combinación de generosidad y necesidad. Lo escuchaba con seriedad y tomaba su deseo de escribir como la aspiración más natural que puede tener un joven. Mientras el padre de A., con su forma extraña y egoísta de tomar la vida, lo había hecho sentir como un ser superfluo, como si nada de lo que hiciera pudiera afectarle, S., con su vulnerabilidad y su indigencia, lo hacía sentir necesario.”

No es mi intención dejar una sensación triste, de orfandad, de todo esto que cuento, más allá del desaliento que me causa no sea mi equipo, el Barsa, quien saliera campeón de la Liga. Antes más bien rescato la bendición y la suerte de haber tenido y tener muchos padres putativos, unos que el azar, el destino, ha puesto en mi camino y han sido una fuente permanente de afecto, apoyo, solidaridad, comprensión. Ellos forman parte de esta memoria construida alrededor del juego inconmensurable y extraño que ha sido, que es, mi vida, un juego que me propongo jugar hasta el último aliento.

icovarr@ucla.edu.ve

@iscovarrubias

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