– Muy niñito, tan pequeño que el diario que leía era más grande que él.
Ese niñito era yo y la respuesta era la que invariablemente daba mi mamá a quien le preguntaba cuándo aprendí a leer. El diario al que se refería es El Nacional, el más importante de Venezuela, que hoy se despide de todos sus lectores en su edición en papel. Es difícil encontrar a alguien de mi generación que no haya tenido alguna relación con El Nacional; bien como lector, bien como escritor o ambas.
Mi experiencia como lector de El Nacional se remonta a varias décadas y siempre encontré buenas razones para leerlo, tanto por las noticias así como por los interesantes artículos que se publicaban. Entre los articulistas, Arturo Uslar Pietri era uno de mis favoritos. Un artículo suyo de 1987, “Para hacer una catedral”, me impresionó y aún me impresiona tanto que en este mi blog “La economía sí tiene quien le escriba” publiqué una entrada con el mismo nombre, haciendo mención a las interesantes lecciones aprendidas, y aprehendidas, de la construcción de las catedrales medievales.
Otros articulistas que me gustaba leer eran los filósofos Ignacio Burk y Juan Nuño y el periodista autodidacta Arístides Bastidas, que en su columna “La ciencia amena” explicaba los misterios de la ciencia y los descubrimientos científicos de una forma tan sencilla y didáctica que le valieron la obtención de varios premios. Posteriormente me acostumbré a leer los artículos de los escritores venezolanos Alberto Barrera Tyszka, Ibsen Martínez, los del sociólogo Tulio Hernández y algunos otros que en este momento se me escapan. Me encantaba leer la edición del domingo y los trabajos especiales sobre política y economía que cada cierto tiempo aparecían en el diario.
El Nacional siempre ha tenido un alto compromiso con la literatura. No solo porque fue fundado, en 1943, por el escritor venezolano Miguel Otero Silva, sino que a lo largo de su existencia han sido muchos los escritores nacionales y de otros países los que han dejado su impronta en artículos de opinión, o elaborando trabajos críticos que nos mantenían al tanto del acontecer literario nacional y mundial. El Nacional es el más literario de los diarios venezolanos y probablemente uno de los más literarios de América Latina.
Otro alto compromiso de El Nacional ha sido en su defensa de la libertad, de la democracia. Para no hablar de las nuestras, digamos que cuando más apretaban las dictaduras que asolaron América del Sur en los años de 1970, gente del diario protegió y acogió a intelectuales y escritores disidentes y perseguidos. Algunos de ellos trabajaron para el diario y por lo menos dos, luego muy reconocidos mundialmente por sus novelas, dejaron su huella particular en estas labores, me refiero al escritor argentino Tomás Eloy Martínez y la escritora chilena Isabel Allende.
Luego vino para mí la etapa de escribir en el diario que tanto admiraba. Comenzando el siglo XXI, en una especie de concurso ideado por los editores, se seleccionaban tres artículos para aparecer los domingos en una página llamada “Articulistas Nuevas Firmas”. Venciendo mis inseguridades, me arriesgué a enviar un primer artículo y la emoción fue grande cuando lo vi publicado. El artículo se llama “Los Simpson y nuestras políticas públicas” y a partir de allí seguí escribiendo hasta lograr me publicaran casi semanalmente por espacio de dos años. Pero otros proyectos de trabajo y de vida coparon mi atención y mi tiempo y mi faceta como escritor de El Nacional culminó.
Hoy fenece no solo la circulación en papel de un diario, sino una parte de nuestra historia. Una que tiene muchos dolientes y forma parte de la experiencia de vida de muchos venezolanos. Una que cuenta otro episodio lamentable del país en el que nos convertimos. Una historia que sigue oscureciéndose o iluminándose conforme los vaivenes de la política despliegan su juego delirante, absurdo. Un juego político que hoy se ha llevado oprobiosamente por delante un diario y amenaza con seguir atropellando mucho más. El Nacional se nos va y quizás ya más nunca volvamos a tenerlo en nuestras manos. Este es mi pequeño homenaje a quienes por 75 años lo hicieron posible.
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En el libro “Animal spirits” (Princeton University Press, 2009), sus autores, los Nobel de Economía George Akerlof y Robert Shiller, cuentan que José López Portillo, presidente de México durante el periodo 1976-1982, escribió una novela en 1965 llamada “Quetzacóatl”, que relata el regreso triunfal del dios azteca al rescate del orgullo mexicano, para proteger a los débiles y derrotar a los poderosos; en una palabra, a iniciar una nueva era de progreso y prosperidad para los mexicanos.
Convenientemente re-editada para la época de las elecciones presidenciales, López Portillo utilizó esa narrativa para apuntar que él era el hombre indicado para liderar los cambios económicos y sociales que necesitaba México. Su programa electoral no era otra cosa que el relato proyectado de cómo se cumpliría la profecía de su novela. Ya siendo presidente, López Portillo contó con el favor de dos sucesos providenciales. Uno fue el descubrimiento de nuevas y aparentemente enormes reservas de petróleo en México y el otro el aumento sustancial de su precio internacional desde 1979, lo cual le permitieron a su gobierno obtener abundantes ingresos fiscales que se tradujeron en un crecimiento económico relevante. La profecía parecía entonces citarse con el futuro, pues durante los seis años de su gobierno el PIB mexicano se incrementó en un notable 55%.
No obstante, hacia el final del periodo la economía entró en una espiral inflacionaria que la disparó hasta el 100%, el desempleo se incrementó vertiginosamente y la corrupción se volvió endémica. Simultáneamente, el gobierno de López Portillo contrajo una cuantiosa deuda externa, teniendo como colateral la potencial riqueza petrolera reflejada en las reservas del subsuelo, aunque posteriormente se corroboraría que éstas eran muy inferiores a las proyectadas inicialmente. En realidad, el éxito transitorio ya incubaba los problemas que se manifestaron en agudos desequilibrios macroeconómicos, provocando la crisis de la deuda externa de los años de 1980, lo cual marcó para la economía mexicana una década perdida.
Más allá de lo económico, el gobierno de López Portillo también fue uno de excesos y extravagancias. Uno que inmoralmente arregló que en su visita a México Juan Pablo II oficiara una misa privada para la madre del presidente. Uno impregnado de un poder casi absoluto, como correspondía gobernar en la “dictadura perfecta” de los gobiernos del PRI. Un gobierno que representó un auge y una caída que dejó a la nación mexicana con sus mismos o incluso agravados problemas económicos y sociales. Una historia convertida en una promesa fallida.
La fascinación por el relato fundacional o legitimador, la narrativa heroica, el discurso incendiario, es muy propio de la cultura, o más bien incultura, política en América Latina. En los procesos políticos latinoamericanos, democráticos o no, que un aspirante a gobernar hable bien y prometa mucho, aunque ese hablar bien y ese prometer no signifique otra cosa que decirle al “pueblo”, lo que él y su grupo entienden este quiere escuchar, a menudo ha sido muy rendidor políticamente, mucho más que apuntar las causas verdaderas de los problemas y asomar soluciones reales y factibles, por complejas y difíciles que pueda resultar implementarlas. Vender prosperidad reivindicando la retórica como si fuera la realidad misma es reflejo del infantilismo político, de derecha o de izquierda, que aún abunda por estas latitudes.
Una muestra reciente de esa retórica ha sido el discurso de toma de posesión de Manuel López Obrador como nuevo presidente de México. Un discurso efectista, plagado de promesas recicladas: eliminar la pobreza, combatir la corrupción, crear empleos, no endeudar al Estado, reducir la violencia. Lo criticable no es que el discurso haya apuntado a denunciar los problemas económicos y sociales de México, ni que López Obrador quiera desde el primer momento marcar distancia con sus antecesores en su forma de gobernar y en sus propósitos de gobierno. Todo esto es válido y legítimo. Lo cuestionable es que el discurso de la “cuarta transformación” de México, como lo han llamado, de carácter eminentemente popular y desafiante del statu quo, ha generado unas expectativas que son demasiado ambiciosas, dadas las restricciones que siempre imponen el escenario político y económico global y la oposición que en el plano nacional enfrentará de parte del poder económico. Esto es frustrante porque al final, como tantas veces ha sucedido, se antepone la “fuerza” del discurso por sobre las acciones y los resultados concretos. López Obrador y su gobierno harían bien en priorizar que sean sus acciones las que demuestren la coherencia entre las promesas y los resultados evaluables y medibles. Y no se trata de apostar por el fracaso de este proyecto, ojalá este no sea el caso y las acciones del nuevo gobierno se materialicen en progreso para la querida nación mexicana.
Escribo sobre esto y voy recreando en mi memoria y haciendo comparaciones con una historia de poder más próxima a mi experiencia vital. Una historia igualmente cargada de retórica sobre progreso y justicia social. La de un proyecto político apoyado por grupos e intelectuales de izquierda a nivel continental y liderado por unos militares imantados de los sueños justicieros de los héroes de la independencia, de los que ellos por cierto se sienten sus únicos herederos. Un proyecto que desde sus inicios en el poder se embardunó de populismo, demagogia, autoritarismo y corrupción. Una cuyo líder hipnotizó a las masas irredentas con su discurso incendiario, radical, divisionista, del que se puede decir los polvos de sus acciones y ejecutorias trajo estos lodos económicos y sociales actuales. Otro caso, si se quiere más triste y dramático, de historia convertida en una promesa fallida.
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Es sabido que uno de los problemas más agudos que ha enfrentado la sociedad venezolana durante décadas ha sido la ineficiente distribución de la renta petrolera, de la cual se apropia y redistribuye el Estado como administrador del recurso energético en nombre de todos los venezolanos. La renta petrolera, derivada de las exportaciones de crudo, es una renta no producida, en el sentido que es el resultado del excedente que deja el diferencial entre el costo de producir el petróleo y su precio internacional, el cual se corresponde tanto con los determinantes de su oferta así como de su demanda en el mercado internacional, precio que está sometido a importantes fluctuaciones debido a diversos factores económicos, pero también geopolíticos, así como a la actuación cartelizada de las empresas petroleras que conforman la OPEP y de otros productores importantes No-OPEP, en particular los Estados Unidos y Rusia.
Al no tener un vínculo directo con el tejido económico-productivo del país, la renta petrolera ha sido re-distribuida fundamentalmente en forma de gasto público, subvenciones, subsidios, transferencias en efectivo o de otra modalidad dineraria de forma directa o indirecta y bajo otro tipo de mecanismos distributivos. La distribución de la renta ha dado pie durante más de medio siglo a políticas económicas fiscales, monetarias y cambiarias adaptadas especialmente al cumplimiento de objetivos de bienestar social, pero también al logro de propósitos políticos del grupo en el poder, lo cual ha derivado en políticas cortoplacistas, ineficaces para alcanzar metas sociales de largo plazo y sostenibles.
Otra consecuencia de la distribución de la renta petrolera por parte del Estado ha sido la aparición del rent-seeking. Los cazadores de renta, conformados por grupos de poder económico y político, se las ingenian para capturar por diversas vías y mediante diversos mecanismos la renta petrolera, sea de forma directa o indirecta. Los mecanismos que utilizan les sirven para ejercer influencia en la promulgación y ejecución de regulaciones y leyes impositivas que favorezcan sus actividades económicas y financieras rentistas. También tienen influencia en el diseño e instrumentación de políticas fiscales, monetarias y cambiarias, abriendo un espacio para realizar actividades económicas espurias que, no teniendo mucho peso en la economía real, sí son efectivas para lograr una importante captura de la renta.
Sobre este contexto de una economía altamente dependiente de la renta petrolera, que además es susceptible de ser capturada por grupos económicos y políticos, se va a realizar un muy breve análisis acerca de cuál ha sido el impacto distributivo de dicha renta durante la vigencia, desde 1999, del gobierno del socialismo del siglo XXI, régimen que en teoría debe haber aplicado políticas cónsonas con una visión de equidad y de justicia social. De inicio digamos que el gobierno del socialismo del siglo XXI ha contado por espacio de dos décadas con los mecanismos constitucionales y de otra índole jurídica para lograr tal propósito. Digamos también que disfrutó por un amplio periodo de un boom de precios del petróleo durante alrededor de una década, lo cual supuso disponer de una enorme renta petrolera, para el tamaño de la economía venezolana, que en términos acumulados se estima ha sido de aproximadamente un billón de dólares en los últimos veinte años.
En rigor lo que se va a hacer es un ejercicio muy sencillo. Se trata de determinar si la política re-distributiva del gobierno del socialismo del siglo XXI ha favorecido a los más pobres y necesitados de la sociedad venezolana o si, por el contrario se ha inclinado por potenciar la riqueza de los más ricos. Para hacer la respectiva estimación vamos a tomar los datos que sobre la distribución del ingreso, una medida de la desigualdad económica, suministra para un gran número de países el Global Inequality Resource del Proyecto Internacional de Investigación y Educación en Economía COREECON. Los datos pertinentes para cada país reflejan la distribución del ingreso real, medido en dólares PPA del 2005, por deciles de hogares con un determinado ingreso promedio, es decir, desde el 10% de hogares más pobres (D1), los siguientes deciles, hasta el 10% de hogares más ricos (D10), cubriendo el periodo 1980-2014.
El Gráfico más abajo muestra que la brecha de ingresos entre los hogares más pobres (D1) y los hogares más ricos (D10) de Venezuela era de 23,2 veces (D10/D1) en 1980, mientras que en 1998, último año de la democracia de la cuarta república, esa ratio había ascendido hasta 26,4. No obstante, es durante la vigencia del socialismo del siglo XXI donde dicha brecha se ha ampliado más y era de 32 veces de diferencia en 2014, alcanzando un pico en el 2010 de 35,2 veces. Hagamos un ejercicio hipotético suponiendo que solo existen estos dos grupos sociales y que captan su ingreso exclusivamente de la distribución que hace el Estado de la renta percibida. Se asume que estos ingresos se corresponden con su respectiva captura de renta. Si se mantiene la brecha de ingreso, si los ricos reciben 32 veces más ingreso que los pobres, de cada 100 dólares distribuidos el hogar rico capturaría 96 dólares de ingreso, mientras que el hogar pobre capturaría solo 3 dólares.
Curiosamente, como se observa en el Gráfico, a pesar que la brecha de ingreso entre los deciles de hogares pobres y el más rico no se acortó en el periodo considerado, al menos para el siguiente decil de hogares más pobres (D2) no desmejoró sustancialmente. En efecto, la diferencia que había en 1980 era de 16,1 veces, sufriendo un ligero incremento hasta 17,1 veces en 2014. Por su parte, la diferencia de ingresos entre el tercer decil de hogares pobres (D3) y el más rico prácticamente no se alteró, pues era de 12,1 veces en 1980 y continuaba siendo de 12,1 veces en 2014. Esto sucedió así porque al menos numéricamente la tasa de incremento de los ingresos de los deciles D2 y D3, e incluso de los siguientes deciles, creció a un ritmo bastante similar al incremento experimentado por los ingresos del decil más rico, de 9% promedio anual ajustado durante 1999-2014, lo cual supuso que el ingreso para este grupo se triplicara durante este periodo.
Evidentemente se trata de una simplificación de un problema complejo que tiene varios determinantes no analizados aquí. Por nombrar dos, los ricos obtienen ingresos directos e indirectos de varias fuentes, particularmente de sus propiedades en activos reales y financieros, más las ganancias y el rendimiento obtenido de otros capitales invertidos que no son fáciles de cuantificar. Se estima que una importante fuente de estos ingresos no cuantificables en los últimos tres lustros ha sido el acceso a dólares bajo un tipo de cambio controlado que sub-valoriza ampliamente el costo de obtenerlos a lo que sería un tipo de cambio real de equilibrio. Por su parte, el ingreso de los pobres no refleja las compensaciones que reciben vía gasto público, particularmente en salud, educación y servicios básicos, algo que tampoco es fácil de medir. Pero los números son concluyentes en lo que respecta a que, por lo menos hasta 2014, las políticas del socialismo del siglo XXI tuvieron como efecto ampliar la brecha de ingresos entre los más ricos y los más pobres de la sociedad venezolana, contraviniendo una de sus promesas fundamentales de generar una sociedad más equitativa.
Especular si acaso esta brecha puede haber disminuido a partir del 2014 es válido, pero probablemente se ensanchó más atendiendo a tres hechos puntuales. El primero, el Estado venezolano ha captado una menor renta petrolera tanto por efecto de la caída relativa de los precios internacionales del petróleo así como por la disminución de la producción de crudo, estimada en la pérdida paulatina de alrededor de un millón de barriles diarios desde 2013. El segundo, la situación de aguda recesión económica con alta inflación, de un año para acá convertida en hiperinflación, estimada en 1.300.000% anual para finales de 2018, situaciones que, huelga decirlo, perjudican más a los hogares pobres que a los ricos. El tercero, el mecanismo de compensación del ingreso de las familias pobres vía un mayor gasto púbico ha sufrido las consecuencias de las situaciones planteadas previamente, haciendo que el gasto público real se haya desplomado en el último quinquenio y su efecto sobre la demanda agregada para lograr una recuperación de la economía haya sido nulo.
En conclusión, en el gobierno del socialismo del siglo XXI los más pobres han visto como los ricos se hacían más ricos frente a ellos. Para los demás segmentos de hogares el cierre de la brecha de ingresos respecto a los más ricos tampoco se logró, pero al menos en este caso no desmejoró sustantivamente. Se deduce que los más pobres no solo son muy vulnerables a la volatilidad de la economía venezolana, sino también les está vedado contar con los mecanismos legales e institucionales que les garanticen captar una parte importante de la renta. Un mecanismo de estos sería que por vía constitucional las familias venezolanas recibieran directamente una parte de la renta petrolera sin tomar en cuenta el arbitraje del Estado en su distribución. Por lo pronto, las clases sociales más pudientes siguen contando con mecanismos para capturar una parte relevante de la renta petrolera, en especial los más ricos de la sociedad venezolana, los cuales deberían estar agradecidos con el gobierno del socialismo del siglo XXI.
Para observar el Gráfico acceda al siguiente enlace de mi Twitter: https://twitter.com/iscovarrubias/status/1065211297195851776
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