NANAMI

Se llama Nanami. Al chico le gusta pronunciar su nombre oriental cuando piensa en ella y mientras la mira en el video. Le encanta su sonrisa, esa que le hace dos hoyuelos en las mejillas y asomar sus blanquísimos dientes de ratón. Nanami es la primera mujer que el chico ve desnuda en su vida.

Tiene catorce años, ha vivido la mayor parte ensimismado, como si estuviera metido en la concha de un caracol, en un mundo paralelo que refleja su carácter, su rara condición especial. Cuando no está ensimismado es un gran observador, y en las pocas ocasiones que sale con su familia de paseo al campo le encanta mirar los insectos, se sorprende de su habilidad para construir su hogares, transportar su comida, comunicarse entre ellos. Una buena maestra particular le enseñó a leer a los diez años; a él le agrada la Historia, y cuando lee sobre guerras tiene la impresión que quienes estudian la idiotez humana no la buscan donde realmente se encuentra. Es un ávido lector de cuentos y novelas de aventuras y misterio, a menudo se concentra tanto en ellas que siente volverse uno de los personajes.

Esta Navidad sus padres le han regalado un teléfono inteligente y no fue ninguna sorpresa para ellos comprobar que en pocos días el chico ya lo manejaba con gran habilidad. Pese a todo, ellos saben que en cualquier momento, sin ningún aviso, se encerrará en su mundo impenetrable, distante. Pero la llegada de la Navidad parece traerle motivos para salir de su concha, de su universo particular.

Por las noches, mientras sus padres y su cuidadora duermen, el chico permanece despierto, se levanta sigiloso, sale de su habitación para ir al estudio y enciende la portátil de su padre. Le encanta recibir la lluvia luminosa de la pantalla bañándole su rostro. Una noche la portátil estaba encendida y mostraba un sitio web. Allí estaba la joven y bella mujer de ojos rasgados y el chico, fascinado, pronunció lentamente su nombre: Na-na-mi. Cuando le dio Play al video que está inserto en la página, pudo verla sonriendo, también cuando un hombre llega y la desnuda completamente. Lo que luego hicieron se le antojó como una especie de ejercicio que ya había observado hacer a su cuidadora con otro hombre, una noche que sus padres estaban fuera, pero ellos no se quitaron sus ropas.

A la siguiente noche, ansioso por volver a ver a Nanami, al encender la portátil no encontró el sitio web. El chico pensó no sería difícil abrir la página y, con algo de esfuerzo, al cabo de un rato lo consiguió. Cautivado, estaba mirándola de nuevo. Ver a Nanami cada noche de esta blanca Navidad se ha convertido para él en un ritual maravilloso. Solo la observa hasta que el hombre la desnuda, luego regresa, extasiado, a su habitación. Sabe del riesgo que corre, si lo descubren sus padres se acabará su felicidad con Nanami. Entonces sueña que es ella quien lo mira y sonriéndole lo toma de la mano y lo lleva al otro lado de la pantalla.

 

 

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SOBRE BANCOS, PELÍCULAS, ROBOTS Y RECUERDOS

Dedicado a mí apreciada amiga y colega Ana Mercedes Díaz.

Voy desarrollando la sesión de trabajo de mi curso de Dinero y Finanzas Básicas en la sede de la estupenda institución larense que es Gracosoft, que en un corto tiempo de actividades ya se ha constituido en toda una referencia en la región en la impartición de cursos de alta calidad. De pronto me veo envuelto en una discusión muy interesante con los participantes del curso sobre la toma de decisiones financieras y las reglas que deben cumplir quienes son dueños o dirigen un banco para que este funcione bien, para que no quiebre. El tema se orienta hacia constatar que un banco, cualquiera, grande o pequeño, se mueve siempre en un terreno movedizo, pues como intermediario del dinero entre las personas que lo depositan en la institución y quienes piden prestado ese dinero, un banco nunca tiene a disposición de los cuentahabientes el total de sus depósitos sino una fracción de ellos. Por tanto, su actividad se basa en la confianza de la sociedad de que están seguros sus depósitos allí, no hay necesidad de sacarlos de forma masiva. No obstante, los pánicos o corridas bancarias, es decir, oleadas de clientes que corren a retirar su dinero, nos han enseñado que esta percepción de credibilidad puede volverse frágil con ciertos acontecimientos. Cuando cunde el rumor de que un banco o varios no pueden responder por la exigencia de entregar la totalidad de los depósitos, el riesgo de que estalle una crisis financiera se vuelve latente.

En relación con las quiebras bancarias recordé la hermosa película estadounidense It´s a Wonderful Life, de 1946, dirigida por Frank Capra, llamada en español ¡Qué bello es vivir! Esta película es un clásico entre las que se transmiten en Navidad. En el film su protagonista, un hombre generoso y bueno llamado George Bailey, ha pasado la vida posponiendo sus sueños para encargarse de un pequeño negocio de empréstitos heredado de su padre. La empresa financiera hace préstamos, especialmente hipotecarios, a personas a las que los bancos más grandes rechazan prestarles dinero por falta de garantías y otras limitaciones. El negocio funciona de una manera bastante familiar, donde Bailey es amigo y apoya solidariamente a todos sus clientes. Pero entonces ocurre un pánico bancario y Bailey no puede solventar la situación, está a punto de quebrar [1].

El debate siguió por el derrotero de discutir si acaso un robot con un algoritmo que tome decisiones financieras lo hace mucho mejor seleccionando a quiénes se debería prestar dinero y a quiénes no, a como lo hace una persona que es analista o gerente de crédito. De hecho tales robots ya existen y la ventaja evidente en su utilización para estas decisiones es que pueden elegir en segundos con la información pertinente y sin tomar en cuenta ningún tipo de sentimiento o emoción. Los algoritmos como lo que han surgido con la inteligencia artificial (IA) además tienen la capacidad de retroalimentar toda la información pasada y presente e incorporarla rápidamente a la toma de decisiones, de manera que también “aprenden”, como si ganaran experiencia en el proceso [2].

Este último aspecto le dio otro giro a la clase para debatir sobre la capacidad cada vez mayor que tienen los robots de sustituir en trabajos cada vez más complejos a los seres humanos. En vez de impartir yo la clase sobre dinero y finanzas, bien pudiera estar parado en mi lugar un robot, y ni siquiera tendría que estar allí presencialmente, también podría dar la clase desde cualquier parte del mundo, virtualmente. Con su poderoso algoritmo la máquina puede memorizar las películas que tratan sobre corridas bancarias para explicar este tema del curso, pero teniendo en su base de datos absolutamente todas las películas posibles con toda la información necesaria, algo que mis comprensibles limitaciones memorísticas humanas me impiden hacer. En resumidas cuentas y como para entrar en pánico, actualmente muchos estamos expuestos a que un robot haga el trabajo que hacemos y nos sustituya.

Una vez en casa reflexiono sobre todo esto porque soy de los que piensa que los robots con IA tienen una memoria poderosa, infalible, pero no tienen, y quizás nunca podrán tener, recuerdos. Lo que más se acerca a un recuerdo para ellos probablemente sea las palabras finales del replicante Roy Batty en la icónica película estadounidense Blade Runner, de 1982, dirigida por Ridley Scott, donde dice: “He hecho cosas que ustedes las personas no podrían ni imaginar. He provocado que naves de combate se incendiaran en las colonias interplanetarias. He visto estrellas brillar en la noche con mil colores. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, igual que lágrimas en la lluvia. Ha llegado la hora de morir”.

De pronto me vino otra vez el recuerdo de una noche de Navidad, con las lágrimas a flor de piel, viendo el final salvador y esperanzador de ¡Qué bello es vivir! Y vuelvo a constatar que memoria y recuerdos son recursos diferentes para dar una clase. Recordar es volver a traer al corazón, y desde el corazón, desde mi pasión por aprender y enseñar, no solo me llegan recuerdos que incorporo en mi pedagogía, sino también la tranquilidad de saber que nunca un robot podrá alguna vez dar una clase como yo.

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[1] Hay varias películas donde se muestra el caos generado por una corrida bancaria. Una de ellas es el film clásico estadounidense, Mary Poppins, de 1964, dirigida por Robert Stevenson y producida por Walt Disney. Los dueños del Banco donde trabaja el Sr Banks, quieren convencer al hijo de su empleado, Michael, para que deposite en el Banco los dos peniques que lleva y se los arrebatan de sus manos, entonces, un ofuscado Michael les dice: “¡Devuélvanme mi dinero!”. Algunos clientes lo escuchan por casualidad y comienzan a retirar nerviosamente la totalidad de sus depósitos. Al cabo de unos minutos hay una turba de gente haciendo lo mismo y el banco tiene que suspender los pagos.

[2] Los algoritmos que toman decisiones financieras se han extendido tanto que se estima son más del 50% las decisiones en Wall Street tomadas por robots. Al respecto véase la entrada en mi blog llamada LOS CAMBIOS EN EL MERCADO FINANCIERO Y UNA PELÍCULA FUTURISTA: http://covarrubias.eumed.net/los-cambios-en-el-mercado-financiero-y-una-pelicula-futurista/

 

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UNA LARGA MADRUGADA [HALLOWEEN´S DAY]

Es medianoche y antes de dormir leo un cuento de Cortázar llamado “Las Ménades”. Se trata de un concierto de música clásica que desde su inicio provoca en el público asistente al teatro un comportamiento extraño. Solo el hombre que narra lo que está sucediendo no se contagia del desorden reinante entre el público, que actúa como enajenado, como poseído. El concierto finaliza con la quinta sinfonía y los posesos invaden lentamente el escenario, rodeando al director y sus músicos que, lívidos de terror, intentan escapar pero no pueden. Antes de salir del teatro, el hombre observa estupefacto a una mujer relamiéndose, gustosa, la boca.

Termino de leer el cuento e involuntariamente, como un acto reflejo, enciendo la TV. Quedo pasmado al ver que transmiten una famosa serie de zombies. El parecido con el relato que acabo de leer me eriza la piel. Los zombies van como posesos, con la ropa despedazada, caminando lentamente, incansables en la búsqueda de saciar su hambre con los que tienen la mala fortuna de caer en sus manos. Algunas mujeres zombies, igual que las ménades, están poseídas de una irrefrenable lujuria.

Desde mi cuarto escucho sus pasos, sus murmullos, han penetrado en la casa. Entiendo que vienen por mí, tengo claro que no podré hacer nada, que no hay ninguna posibilidad de escapar de ellos.

Despierto sobresaltado, bañado en sudor, respiro profundo para espantar el miedo de lo que solo ha sido un mal sueño. De pronto, en medio del silencio y la oscuridad siento una presencia, un leve murmullo. Enciendo la lámpara del cuarto para cerciorarme que no pasa nada, que no hay nadie.

Entonces la veo, es una mujer zombie sentada en el borde de la cama. Sus jirones de ropa apenas le cubren alguna parte de su cuerpo. Me mira intensamente desde unos grandes ojos negros, sus labios voluptuosos los humedece con su lengua invitándome a que…

No puedo ni pensar, me gana la turbación absoluta y solo atino a intentar dormirme de nuevo, sabiendo de antemano que no lo conseguiré. Un momento después ya no siento ansiedad, me invade más bien esa rara melancolía que de un tiempo para acá ocupa cada breve espacio de mi vida desde que ella no está. La mujer zombie, como el dinosaurio de Monterroso, todavía sigue allí. Y a mí me espera, sin prisa ni pausa, una larga madrugada.

 

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