DESBALANCES DE LA ECONOMÍA VENEZOLANA (II): LA LUCHA POR LA RENTA PETROLERA

En la entrada anterior se planteó la hipótesis de que la economía venezolana experimentó los efectos de la enfermedad holandesa desde muy temprano, en la década de 1930. Se remarcó el hecho de que la explotación del petróleo se convirtió en la principal actividad económica exportadora en 1925, superando a las agroexportaciones tradicionales, especialmente de café y cacao. En este contexto, la apreciación del tipo de cambio, a partir de 1934, terminó por lastrar a la agroexportación, la cual ya había sentido el impacto negativo de la crisis económica mundial de 1929-1933. La pérdida adicional de competitividad internacional, como un resultado de la apreciación del tipo de cambio, significó la debacle definitiva de esta actividad económica en el país.[1]

Cuando se describe la enfermedad holandesa se menciona que se debe a un boom de ingresos por la exportación de recursos, generados por el descubrimiento de nuevos yacimientos o el incremento significativo de los precios en el mercado mundial. En el caso venezolano, el aumento de la renta, vale decir, de los ingresos fiscales, de las décadas de 1930-1940, no se debió tanto al incremento  de los precios del petróleo. El precio promedio durante la década de 1920, de 1,54 dólares por barril ($/b), acusó una caída en la siguiente década, al bajar a un promedio de 0,86 $/b, para luego recuperarse en la década de 1940 y promediar 1,37 $/b. Será a partir del espectacular incremento del precio del petróleo desde 1974 que, en rigor, ocurre un boom de ingresos fiscales como un resultado de este aumento.[2]

La riqueza de los yacimientos petrolíferos venezolanos, aunado al dinámico crecimiento experimentado por la demanda mundial de petróleo, más las continuas mejoras tecnológicas que se estaban incorporando en los procesos de perforación y extracción, sí que elevaron sustancialmente la producción petrolera y, por ende, las exportaciones, pues siendo que en las décadas de 1930-1940 el consumo interno era muy bajo, casi toda la producción se destinó a exportaciones. Este incremento notorio convirtió a Venezuela, durante la década de 1940, en el segundo mayor productor, solo por detrás de Estados Unidos, y en el mayor exportador de petróleo del mundo.[3] A principios de la década de 1940, el 99,5% de la producción petrolera venezolana era el resultado de las operaciones de tres empresas extranjeras: Standard Oil (45,7%); Shell (33,2%) y Mene Grande Oil Company (20,6%), esta última propiedad de la firma estadounidense Gulf Oil Co.

Si no se produjo un incremento sustantivo de los precios del petróleo hasta 1970, aunque sí, como analizamos, del volumen de las exportaciones, ¿cómo pudo el Estado terrateniente aumentar significativamente la captación de la renta internacional? La respuesta se encuentra en gran parte en la historia de cómo los gobiernos venezolanos, desde la dictadura de Juan Vicente Gómez en adelante y hasta la nacionalización de la industria petrolera, fueron planteando una dura lucha frente a las compañías petroleras extranjeras en su búsqueda de maximizar dicha renta. Esta historia, la de la evolución de las reformas legales e institucionales que fue activando el Estado venezolano para conseguir una mayor participación en la renta internacional, es tan interesante que bien vale la pena hacer un alto en el análisis de los efectos de la enfermedad holandesa en otros periodos, para dedicar el resto de la entrada a delinear sus hitos fundamentales.[4]

En este sentido, cuando se inicia la explotación del petróleo en Venezuela, a comienzos del siglo XX, la Ley de Minas de 1910, prevaleciente desde finales del siglo XIX, promulgaba que el Estado, siendo el propietario terrateniente del suelo, tiene la potestad para otorgar las concesiones de explotación petrolera. En principio, las concesiones de las tierras eran otorgadas a agentes privados nacionales, que luego, fungiendo de intermediarios, las negociaban con las compañías petroleras extranjeras y recibían un ingreso por ello. Las concesiones petroleras se otorgaban por un tiempo de cincuenta años y las  concesionarias tenían el privilegio de no pagar aranceles por la importación de los bienes de capital, ni ningún otro tipo de impuesto estadal o municipal. El Estado estaba restringido a recibir un impuesto de dos bolívares por tonelada de crudo extraído; un impuesto corriente, que no guardaba relación ni con sus derechos intrínsecos como propietario, ni con sus derechos fiscales, por ejemplo, a recibir un porcentaje de las utilidades obtenidas por las compañías.

Esta situación va a cambiar a inicios de la década de 1920, cuando se promulga la primera Ley de Hidrocarburos (1920) a la que sucede otra en 1921 y una más en 1922. En esta ley ya queda refrendado un impuesto de explotación, con las características de una regalía, similar al que las compañías petroleras estaban sujetas a pagar por el derecho a la explotación de petróleo en el territorio norteamericano, bien a los propietarios de tierras, bien al gobierno de los Estados Unidos, si se trataba de tierras públicas. También queda establecida la figura de las “reservas nacionales”, consistente en que al final del periodo de exploración, de dos años, revertía al Estado un 50% de la superficie y sólo el 50% restante se convertía en una concesión de explotación. Con la Ley de Hidrocarburos de 1922, además de ordenar la entrega y administración de las concesiones, las cuales pasaron a otorgarse por un plazo máximo de 40 años, el impuesto de explotación o regalía se fijó a una tasa equivalente entre 7 y 10% del valor mercantil del petróleo extraído, de acuerdo a la ubicación geográfica de la concesión.[5]

El siguiente avance importante hacia una mayor participación en la renta por parte del Estado venezolano, se produjo mediante la reforma legal petrolera de 1943, que elevó la regalía hasta un sexto (16,67%) y supuso que las compañías petroleras comenzaran a pagar el impuesto sobre la renta nacional, a una tasa de 12%. Cuando en 1946 se aumentó el impuesto sobre la renta a 28,5%, este incremento colocó al gobierno venezolano a la par del gobierno de los Estados Unidos en materia impositiva petrolera.

La reforma petrolera de 1943 también significó la desaparición de los intermediarios de las concesiones, lo cual dejó al Estado central como el único agente con derecho a beneficiarse directamente del ejercicio de los derechos de propiedad de los hidrocarburos. Para ello, y en todo lo que respecta a las leyes impositivas a las que están sometidas las compañías petroleras, el Estado venezolano se va a apoyar desde entonces en dos instituciones económicas fundamentales del rentismo petrolero: la Ley de Hidrocarburos y la Ley de Impuesto Sobre la Renta.[6]

Por su parte, la suma de la regalía y el impuesto sobre la renta cercana al 50% constituyó todo un hito histórico de consecuencias nacionales e internacionales. De hecho, se introdujo un impuesto adicional en la legislación petrolera con la finalidad de que tal acuerdo de “fifty-fifty”, como se le llamó, quedará refrendado legalmente, de manera que siempre se alcanzará un reparto de la renta petrolera entre el Estado venezolano y las firmas basado en la medianería. La consecuencia internacional provino de la emergencia de los países petroleros del Medio Oriente, que ya estaban produciendo enormes cantidades de crudo en la década de 1940, y que sobrepasaron a Venezuela en 1949. A pesar del crecimiento de sus exportaciones, sus estados soberanos obtenían  poco de la renta petrolera, pues su determinación se basaba en leyes coloniales. De manera que la experiencia venezolana les sirvió de modelo para exigir condiciones similares a las compañías petroleras. Hacia mediados de la década de 1950 estas naciones también obtuvieron un reparto fifty-fifty.

El siguiente logro se produjo cuando la junta provisional que gobernaba desde la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez, en enero de 1958, en medio de severos problemas económicos y fiscales, tomó la decisión, a finales de ese mismo año, de aumentar por decreto el impuesto sobre la renta a una tasa de 47,5%, lo cual elevó la participación fiscal en las ganancias petroleras hasta un 64%. Al año siguiente, el gobierno venezolano inicia una serie de consultas y reuniones con los gobiernos de los países árabes exportadores de petróleo, más el gobierno de Irán, las cuales desembocarían en la creación de la OPEP en 1960; un cartel orientado desde sus inicios a la regulación de la producción de petróleo de los países miembros, con el objetivo de influir en la determinación de su precio en el mercado mundial.

Con estas resoluciones se generaron dos cambios de enorme importancia cualitativa. Por una parte, el gobierno venezolano acababa de ponerse por delante del gobierno de los Estados Unidos en materia impositiva petrolera. Por otra, con la creación de la OPEP, estaba claro que el liderazgo estadounidense, por más de cincuenta años, en materia de su influencia en la determinación de los precios del petróleo en el mercado mundial, en concierto con las compañías petroleras norteamericanas e inglesas, las llamadas “siete hermanas”, había llegado a su fin.[7]

En 1966 se vuelve a elevar la tasa impositiva, esta vez hasta 52%, y se introduce una reforma legal que establece los “precios de referencia fiscal”, es decir, un precio del petróleo que se fija de forma relativamente independiente de su variabilidad, sirviendo de referencia para aplicar el impuesto a una base imponible más estable. En 1970 nuevamente se aumenta el impuesto sobre la renta, hasta 60%, y los precios de referencia fiscal pasan a ser determinados no mediante acuerdos con las firmas petroleras, sino a ser decretados, de manera soberana, por el gobierno nacional. En 1971 se aprueba una Ley de Reversión de las concesiones petroleras, sometiendo además a las compañías a mayores regulaciones y controles rigurosos.

En la primera mitad de la década de 1970, con el escenario del extraordinario y sostenido aumento de los precios del petróleo desde 1974, se corrobora un reparto de la renta petrolera de alrededor de 80:20 a favor del Estado venezolano. Además, se había refrendado la ley que indicaba la pronta reversión de las concesiones. En este contexto, las firmas transnacionales se convirtieron en la práctica en simples operadoras del negocio petrolero y la vía para la nacionalización de la industria petrolera estaba completamente despejada.

Este hecho histórico se cumplió el 1° de enero de 1976. Ese día, los funcionarios públicos que por espacio de más de cincuenta años, a través de su acción política y dentro de sus instituciones, batallaron en pro de lograr mejores condiciones para el Estado y la nación en el reparto de la renta petrolera, tuvieron la mayor recompensa. Hombres que fungieron de verdaderos agentes del cambio institucional requerido para lograr esta conquista.[8]

La nacionalización de la industria petrolera no significó el fin de la dinámica por la que el Estado busca maximizar la renta. Por lo contrario, esta lucha, con nuevos actores, como PDVSA, ha tenido, a lo largo de cuatro décadas, connotaciones económicas, políticas, jurídicas e institucionales de relevantes consecuencias, no solo desde la perspectiva de su impacto fiscal, sino también desde el punto de vista de si la estrategia, los objetivos y la visión de crecimiento de la industria petrolera son los adecuados o no lo son, en función del interés superior del desarrollo económico y social del país. Pero estas cuestiones forman parte de otra historia.


[1] La entrada se llama DESBALANCES DE LA ECONOMÍA VENEZOLANA (II): LA ENFERMEDAD HOLANDESA (I), publicada el 27 de abril de 2015.

[2] El precio del petróleo experimentó una caída sustancial desde los 2,69 dólares por barril ($/b) en 1920, hasta un mínimo de 0,61 $/b en 1933, para luego incrementarse lentamente, promediando un precio de 0,88 $/b durante el resto de la década de 1930; 1,00 $/b durante el periodo 1940-1944, y un promedio de 1,75 $/b en el periodo 1945-1949. Durante la década de 1950, el precio del petróleo se ubicó entre un mínimo de 2,00 $/b (en 1951) y un máximo de 2,65 $/b (en 1957). Desde 1964 el precio cae por debajo de los 2,00 $/b y no sería hasta los años de 1971 y 1972 que registre nuevamente precios superiores a los 2,00 $/b (2,35 y 2,52 $/b, respectivamente). El aumento extraordinario del precio del petróleo se produce cuando pasa de un promedio de 3,71 $/b en 1973 a 10,53 $/b en 1974. Las cifras sobre el precio del petróleo en el mercado mundial, y las que más adelante se presentan sobre las exportaciones petroleras venezolanas, son tomadas de Asdrúbal Baptista, de su artículo “Un buen número = una buena palabra” en “Venezuela Siglo XX Visiones y testimonios”, Libro 2,  2000, coordinación y edición de Asdrúbal Baptista, Fundación Polar, Caracas. Los promedios y las tasas de crecimiento promedio ajustadas que se utilizan son cálculos propios.

 [3] En 1922 se exportaron 4.932 barriles de petróleo diarios (bd), mientras que en 1929 la cifra respectiva había alcanzado los 358.904 bd. En 1930 las exportaciones fueron de 367.123 bd, y a pesar de experimentar una ligera disminución, en los años de la crisis económica mundial, alcanzaron los 517.808 bd en 1939. Para 1949 ya se exportaban alrededor de 1.270.264 bd. Estos incrementos reflejaron un crecimiento promedio anual ajustado durante la década de 1930 de 5,7% y de 13,9% para la correspondiente a 1940-1949. El aumento sostenido de las exportaciones de petróleo venezolano, especialmente a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, permitió alcanzar un nivel máximo de alrededor de 3,5 millones de bd en 1970.

 [4] A los efectos de la descripción de los principales hitos en la evolución de la participación del Estado rentístico venezolano  en el negocio petrolero, seguiremos dos trabajos puntuales. Uno es el libro de Jesús Mora Contreras “Contratos de exploración y producción de petróleo: origen y evolución”, 2012, Consejo de Publicaciones de la ULA, bajo el auspicio del BCV, Mérida-Venezuela. El otro es el artículo de Bernard Mommer “Ese chorro que atraviesa el siglo” en “Venezuela Siglo XX Visiones y testimonios”, 2000, coordinación y edición de Asdrúbal Baptista, Fundación Polar, Caracas.

 [5] En rigor, las leyes de hidrocarburos de los años 1920 y 1921 fijaron un impuesto de explotación relativamente alto, de 15%, el nivel promedio de la regalía en tierras federales estadounidenses,  el cual perjudicaba los intereses económicos de los intermediarios de las concesiones y de las compañías petroleras. Estos actuaron concertadamente y lograron la derogación de la primera Ley. Por esta razón, a pesar de los avances manifiestos en materia de participación del Estado en la renta petrolera, la Ley de Hidrocarburos de 1922 supuso en ese momento un retroceso relativo en el establecimiento del nivel porcentual de dicha regalía.

[6] Jesús Mora Contreras, Op. Cit., pp. 66-67.

[7] Bernard Mommer, Op. Cit., p. 542.

[8] Entre estos funcionarios, por destacar alguno, estaba Gumersindo Torres.  A pesar de ser médico de profesión, desde 1910 accede, en el Gobierno de Gómez, a diversos cargos públicos relacionados con la diplomacia y la economía, particularmente a Ministro de Fomento, en 1917, convirtiéndose en defensor de los derechos del Estado venezolano en relación con la explotación del petróleo. Como redactor de la Ley de Hidrocarburos de 1920, apoyó la implementación de una regalía que fuera equivalente a la existente en los Estados Unidos para las tierras sujetas a explotación petrolera. Abogaba por concentrar y administrar las concesiones a través del poder de las leyes de un Estado soberano. También exigió una mayor regularización y fiscalización de las actividades de las firmas petroleras. Todo ello le granjeó enemistades entre los agentes intermediarios y las firmas petroleras, razón por la cual fue removido de su cargo en 1922. Torres volvería a ser Ministro de Fomento en 1929, estableciendo, entre otros logros, el Servicio Técnico de Hidrocarburos. Para asegurar que esta institución tuviera una alta calidad profesional, envío a un grupo de ingenieros venezolanos a formarse en las universidades norteamericanas en las prácticas y operaciones de vanguardia de la industria petrolera.

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DESBALANCES DE LA ECONOMÍA VENEZOLANA (II): LA ENFERMEDAD HOLANDESA (I)

Dedicado a mi colega y amigo Jesús Mora

En una entrada anterior, que inició las que dedicaremos al análisis de la economía venezolana, expusimos las características básicas de su condición capitalista-rentística.[1] Esta es una relación indisoluble, pues el capitalismo venezolano no se explica sin la presencia de la renta internacional. Históricamente, el Estado venezolano ha recibido una renta internacional por su condición de ser el propietario terrateniente del subsuelo donde se extrae un recurso natural, el petróleo, que no es producido. Es una renta internacional porque la determinación de esa renta y su cuantía depende de factores contractuales (leyes referentes a concesiones, regalías, impuestos), de oferta (calidad de los yacimientos, costos de producción) y de demanda (consumo de energía) sujetos a la dinámica del mercado mundial del petróleo. Para decirlo en palabras de Asdrúbal Baptista: “La renta internacional es la renta que el Estado-terrateniente logra captar del comercio internacional con cargo a la propiedad ejercida sobre un recurso natural demandado por la economía mundial”.

La economía venezolana es capitalista en un sentido muy particular. En la mayoría de las economías capitalistas, la acumulación de capital depende, y está limitada por, el excedente generado en la actividad económica interna, vinculado al nivel y a la tasa de crecimiento de la productividad. Por lo contrario, en el caso de la economía venezolana la existencia de una renta internacional suplanta la necesidad de generar ese excedente de la actividad económica interna. Por esta razón, la acumulación de capital o, de manera equivalente, la tasa de inversión, ha estado determinada en buena medida por la captación y la distribución de la renta. Nuevamente en palabras de Asdrúbal Baptista: “La renta sustituye, pues, el requerimiento de la generación del excedente como condición indispensable para la inversión, y en tal sentido modifica el núcleo más fundamental de la estructura capitalista de producción”.[2]

El capitalismo venezolano está impregnado de la fuerte presencia del Estado en la actividad económica, sea en su carácter de distribuidor de la renta, y, por tanto, factor determinante del proceso de acumulación de capital, sea en su faceta de propietario de medios de producción y de empresas, sea en su rol intervencionista y regulador de la economía. De todo ello se desprende que la captación y la distribución de la renta internacional, especialmente en periodos signados por un boom de ingresos petroleros, han tenido importantes consecuencias económicas y ha influenciado de manera relevante las decisiones de política económica, particularmente en lo relacionado con la política cambiaria.

Un boom de ingresos, generalmente proveniente del aumento de los precios de exportación de un recurso natural, digamos petróleo, o una materia prima, digamos café, se traduce en una entrada significativa de divisas extranjeras, llámense dólares, a la economía de un país. Si el tipo de cambio es flexible, se originará una apreciación del tipo de cambio real, reflejado en el aumento del tipo de cambio nominal, porque la mayor oferta de dólares aumentará el precio de la moneda nacional con respecto al dólar, sin que se modifique sustantivamente los precios internos. Si el tipo de cambio es fijo, una mayor cantidad de dólares convertida en moneda nacional incrementará la masa monetaria, aumentando los precios internos, lo cual equivale a una apreciación del tipo de cambio real. En ambos casos, ocurrirá que con un dólar se comprarán menos bienes de la economía interna o, lo que es equivalente, con una unidad de moneda nacional se comprarán más bienes en el exterior. En ambos casos, la apreciación del tipo de cambio real deteriora la competitividad internacional de los productos exportados diferentes al recurso o a la materia prima. Este fenómeno se conoce en la literatura económica como la “enfermedad holandesa” y ha ocurrido en varias naciones, en diferentes periodos. La economía venezolana ha experimentado varios episodios donde se han manifestado los efectos característicos de la enfermedad holandesa.[3]

En este orden de ideas, en esta entrada se analizará someramente un primer episodio donde se hicieron sentir los efectos de la enfermedad holandesa en la economía venezolana, abarcando las décadas de 1930 y 1940. Durante estas dos décadas, el petróleo, que ya representaba el principal rubro de exportación venezolano desde mediados de la década de 1920, coexiste con las exportaciones tradicionales de café y cacao. En una entrada posterior se analizarán dos periodos más cercanos: 1961-1983 y 1999-2013, donde nuevamente la apreciación del tipo de cambio real o su sobrevaluación derivaron en el deterioro competitivo de los sectores exportadores diferentes al petrolero, particularmente el sector de bienes manufacturados.

En la primera mitad  de la década de 1930 la crisis económica mundial había causado la disminución de las exportaciones tanto de petróleo, así como las de café y cacao, aunque de una manera menos sensible para el caso del petróleo. En este contexto, a comienzos de 1934, el gobierno de los Estados Unidos tomó la decisión de devaluar. La paridad del bolívar frente al dólar, que había registrado 7,64 bolívares a mediados de 1932, y alrededor de un poco más de 5 bolívares durante 1933, se apreció aún más, pasando de 5,33 a 3,27 bolívares por dólar en 1934. Esta apreciación tendrá una importante incidencia sobre los dos sectores exportadores, pero de una manera diametralmente diferente. Por una parte, la apreciación del tipo de cambio trajo consigo una importante revalorización de la renta petrolera y, por ende, una mayor cantidad de ingresos en dólares. Una cifra que habla por sí sola de esta revalorización, es la que se refiere al valor por tonelada exportada de petróleo que pagaban las concesionarias inglesas. Mientras que antes de la apreciación del tipo de cambio pagaban dos bolívares por tonelada, es decir, aproximadamente 0,38 dólares, con la apreciación pasaron a pagar 0,65 dólares.[4]

Por otra parte, el sector agroexportador, ya de por sí afectado por la crisis económica mundial, con la apreciación del tipo de cambio se encontró en una situación muy precaria. Al respecto, voces como las de Alberto Adriani advirtieron que la apreciación significaría la caída ostensible de la rentabilidad de este sector, haciéndolo económicamente inviable. Adriani abogaba porque se implementara una devaluación, una medida que permitiría recuperar su rentabilidad y su importancia como actividad económica exportadora.[5]

La magnitud del problema tenía varias dimensiones, pues afectaba a los agricultores propietarios, a los comerciantes relacionados, y, siendo una actividad intensiva en mano de obra, a un importante número de trabajadores. Por esta razón, el mismo año de 1934 el gobierno de Juan Vicente Gómez decidió intervenir por primera vez en el mercado cambiario, estableciendo un convenio con participación de los bancos y las empresas petroleras. El acuerdo implicó una tímida devaluación que llevó el tipo de cambio a 3,90 bolívares por dólar. En la práctica, fue como si se hubiera sostenido la paridad cambiaria anterior y el sector agroexportador no pudo recuperar su dinamismo.[6]

Mantener alta la paridad del bolívar se convirtió en una política deliberada, pues para el Estado suponía incrementar los dólares recibidos por concepto de renta petrolera, a la vez que permitía aumentar las importaciones de bienes de capital y de consumo, especialmente los primeros, en la medida que, a partir de la década de 1940, es incipiente la industrialización de la economía venezolana, lo cual sirve al objetivo de impulsar el dinámico proceso de modernización en marcha, entendido como la urbanización del país, y aprovechar el sostenido crecimiento del mercado interno de bienes y servicios.

Durante la década de 1940, la sobrevaluación del tipo de cambio venezolano se sustentaba no solo en la realidad de que las divisas provenientes de la exportación de petróleo representaban más del 80% de las que ingresaban al país, sino también en el hecho de que la productividad que se toma en cuenta para su determinación es la alta productividad del sector petrolero, un sector intensivo en capital y que emplea una pequeña cantidad de trabajadores. Por contraste, el otro sector exportador, el agrícola, tenía baja productividad, ocupaba a una gran cantidad de trabajadores y se encontraba más afectado en cuanto el incremento de sus costos de producción por la subida de los precios internos.

En estos términos, la única posibilidad de hacer rentable el sector agroexportador era que el tipo de cambio se fijara con base a su baja productividad, pues el tipo de cambio real también es una medida de las productividades de los países. No obstante, esta decisión de devaluar hubiera sido contraproducente como mínimo por dos razones. Primero, porque iba en contra de los intereses del Estado venezolano, en su objetivo de maximizar la renta petrolera, y, segundo, habría perjudicado las importaciones de bienes de capital requeridos para el incipiente desarrollo de la industria manufacturera. Y nada garantizaba que con la devaluación el sector agroexportador se hubiera recuperado. Pero como todo esto ya es historia, lo que sabemos es que las decisiones en materia de política cambiaria se fueron amoldando a las exigencias del capitalismo rentístico venezolano.


[1]  La entrada se llama: DESBALANCES DE LA ECONOMÍA VENEZOLANA (I): LAS CONDICIONES DEL CAPITALISMO RENTÍSTICO, publicada el 10 de febrero de 2015.

[2] Las citas de Baptista provienen del libro: “Teoría económica del capitalismo rentístico” 1997, Ediciones IESA, pp. 32 y 82. Debo a Jesús Mora el comentario de que en la entrada anterior no se especificó del todo a qué nos referimos con renta internacional y no se aclaró por qué esta renta internacional le da un carácter muy particular al capitalismo venezolano. Con estos párrafos queda subsanada la falta de esa información. Jesús Mora es profesor de la Universidad de Los Andes de Venezuela (ULA), experto en el tema petrolero; cuenta con un excelente blog sobre esta materia llamado Observatorio Petrolero, al cual se accede desde el siguiente link: http://observatoriopetrolero.blogspot.com.es/

 [3] Se denomina enfermedad holandesa porque el fenómeno fue estudiado por primera vez a raíz del significativo aumento de ingresos en divisas extranjeras tras el descubrimiento, en la década de 1960, de importantes yacimientos de gas natural en los Países Bajos. El boom de ingresos produjo una  apreciación del florín con respecto al dólar, lo cual provocó la pérdida de competitividad del resto de los productos exportados por Holanda. Este fenómeno fue estudiado inicialmente por Max Corden y Peter Neary y plasmado en el artículo “Booming Sector and De-industrialization in a Small Open Economy”, 1982, en The Economic Journal, N° 92.

 [4] Véase Asdrúbal Baptista “La Economía Política de Venezuela” p. 280. En “Itinerario por la Economía Política”, 2008, Ediciones IESA y Academia Nacional de Ciencias Económicas, Caracas.

[5] Alberto Adriani (1898-1936) fue un destacado economista venezolano cuyo quehacer político lo llevó a ser promotor y ejecutor de importantes proyectos en pro del desarrollo económico del país.  Su visión del papel de la actividad petrolera en la economía venezolana era que ésta, siendo una actividad que tenía un auge, pero inevitablemente declinaría, debía ser aprovechada, dados los importantes recursos financieros que generaba, para restablecer, por la vía de créditos, subsidios, medidas arancelarias, la economía cafetalera, que,  a su juicio, seguiría constituyendo la actividad principal para el desarrollo económico de Venezuela. La visión de Adriani acerca de las transformaciones que requería la sociedad venezolana, fueron analizadas por mi colega y amigo Miguel Szinetár, profesor de la ULA, en un libro intitulado “El Proyecto de Cambio Social de Alberto Adriani 1914-1936”, 1998, CENDES, Caracas.

[6] Téngase en cuenta que para la época Venezuela aún no contaba con un Banco Central, de manera que en los años siguientes los asuntos cambiarios se fueron manejando mediante convenios y, a partir de 1937, a través de una oficina de centralización de cambios. En 1940 se crea el Banco Central de Venezuela (BCV), que además de convertirse, entre otras funciones, en el emisor único de bolívares, absorbe las labores referidas al manejo de la política cambiaria. Durante el periodo 1940-1944 se estableció un control de cambios que apuntaba a las claras al sostenimiento de una paridad del bolívar frente al dólar relativamente alta.

 

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LA FIEBRE Y LA GATA DE KARL LAGERFELD

Dedicado a mis estudiantes de Medición del Bienestar de la Maestría en Seguridad Social de la UCV

The_Fever,_2004_DVD_coverLa fiebre (Fever) es una película Británico-Estadounidense del 2004, dirigida por Carlo Gabriel Nero e interpretada, a manera de casi un monólogo, por Vanessa Redgrave, con breves apariciones de Michael Moore y Angelina Jolie. La película trata de un viaje de introspección que realiza una mujer proveniente de un país rico, de visita en un país pobre, causado por una fiebre que padece una noche. Más allá de las descripciones que se hacen de las condiciones políticas y económicas de varias naciones, resulta curioso que a lo largo del film no se nombra ningún país en particular.

La calentura de la mujer, como si le hubiera generado un delirio, hace que se cuestione sus creencias económicas y políticas, al contraponer  la dura realidad de las condiciones de vida de la gran mayoría de las personas que habitan en las naciones pobres, con relación a como ella misma vive en una nación rica. La pobreza en los países no desarrollados suele reflejarse en carencias de alimentos, servicios básicos, educación. Los pobres padecen desigualdades y discriminación, sufren enfermedades endémicas y frecuentemente son los más afectados por las luchas políticas, las guerras civiles. Por contraste, ella cuenta con un alto estándar de vida, teniendo los medios y el tiempo necesario para consumir una gran cantidad de bienes y servicios, compartir con sus amigos, asistir al ballet, viajar.

En su toma de conciencia, la mujer disecciona algunos de los males del capitalismo y alerta sobre el efecto narcótico que la comodidad y el consumismo están ejerciendo en muchas personas de los países desarrollados, distanciándolos de la necesaria reflexión sobre problemas que incluso los afectan en sus propias naciones, como el alto nivel de desempleo, el crecimiento de la pobreza o el aumento de la desigualdad económica. Este distanciamiento también los lleva a cubrir con un velo de ignorancia o indiferencia el reconocimiento de los aún más graves problemas que enfrentan millones de seres humanos más allá de las fronteras de sus sociedades.

Una parte de su arenga lo dedica la mujer a interpretar el análisis de Marx sobre el fetichismo de las mercancías. Se pregunta cuántas veces ella misma ha comprado objetos, una prenda, por ejemplo, por el puro placer o satisfacción que la prenda le reportará como objeto en sí, sin detenerse a pensar que detrás de su fabricación hay unas relaciones sociales de producción que pueden ser causa de explotación y de injusticia para los trabajadores. Sin intuir que la decisión de fabricar la prenda la tomó un grupo económico poderoso, al que exclusivamente le importan los consumidores que pueden pagar esa prenda y cualquier otra mercancía, volviendo, hasta cierto punto, invisibles muchas de las necesidades de los que no pueden comprar casi nada.

Aunque el monólogo de la mujer apunta a develar la vacuidad del consumismo y el amodorramiento de ideas que produce la excesiva comodidad en el capitalismo, en una escena del film se deja colar, con cierta ironía, las contradicciones de la clase gobernante de un país que está experimentando una revolución. Ella ha viajado por curiosidad a ese país y conversa con un periodista mientras saborean unos helados. El periodista, que tiene diez años viviendo allí, la alecciona sobre la paradoja de que a los turistas extranjeros les permiten disfrutar de esos famosos helados para mantener la buena imagen de la revolución en el exterior, pero como la leche con la que se elaboran es escasa, ésta no llegará a las familias con niños, los que más la necesitan.

Tenía unas horas de haber visto La fiebre cuando leí un artículo en el diario El País, del 01 de abril del 2015, llamado ‘Choupette’, la gata millonaria de Karl Lagerfeld”. Me asombro al enterarme que la gatita del reputado diseñador de modas alemán ganó el año pasado, haciendo de modelo publicitaria de marcas prestigiosas, la bicoca de tres millones de euros, tiene dos niñeras exclusivas para su cuidado y una gran colección de bolsos y accesorios, viaja siempre en primera clase, hay escrito un libro sobre su vida y cuenta con miles de seguidores en Instagram y en Twitter. Según su dueño es mucho más sofisticada y elegante que cualquier persona, sabe estar en silencio y no discute, odia a los otros animales y a los niños.

Al terminar de leer el artículo sentí contrariedad, aunque no, por supuesto, con la minina de la historia. Sobra decir que Choupette nada sabe de desempleo, desigualdad, pobreza, explotación. Pero tengo la impresión que las excentricidades de Lagerfeld y de tantos otros como él, podrían extenderse casi sin cortapisas a su visión de los problemas sociales que aquejan al mundo. Una visión seguramente superficial y despreocupada, que no refleja el menor interés por las dificultades colectivas. Que esta superficialidad no atañe exclusivamente a millonarios y, en general, a las élites económicas de los países tanto ricos como pobres, sino que se trata de una distorsión de la realidad mucho más extendida de lo que generalmente se cree, es lo que precisamente pone en perspectiva la película La fiebre.

Vale la pena acotar que el tratamiento de esta “modernidad líquida”, para decirlo con la etiqueta analítica que a propósito de algunas de estos problemas estableció el filósofo polaco Zygmunt Bauman, ha sido abordada abundantemente por académicos e intelectuales desde diversos flancos sociológicos y políticos.  Por su parte, en los últimos años los economistas, a partir de diversos estudios, han hecho un llamado de atención sobre el aumento de la concentración de la riqueza y el ensanchamiento de la desigualdad, especialmente en Estados Unidos y algunos países de Europa. Pero ha sido sobre todo con la publicación (originalmente en francés en 2013, en inglés y en español en 2014) del libro “El capital en el siglo XXI”, del economista francés Thomas Piketty, que esta problemática ha adquirido una sólida corroboración empírica y ha recibido una amplia notoriedad.

De manera pues que los problemas y conflictos al interior de las sociedades ricas y pobres, sumado a los problemas globales, exigirán de los ciudadanos posturas cada vez más informadas, cada vez más argumentadas. No bastará con que la gente, sobre todo los jóvenes, se indigne, proteste. Hay mucho por reflexionar, hay mucho por proponer al respecto. Y uno no debería esperar tener una fiebre para tomar conciencia de ello.

 

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